PARTIDO COMUNISTA INTERNACIONAL: Lo que va de Marx a Lenin, a la fundación de la Internacional Comunista y del Partido  Comunista de Italia (Livorno, 1921); la lucha de la Izquierda Comunista contra la dgeneración de la Internacional, contra la teoría del "socialismo en un solo país" y la contrarrevolución estalinista; el rechazo de los Frentes Populares y de los Bloques de la Resistencia; la dura obra de restauración de la doctrina y del órgano revolucionarios, en contacto con la clase obrera, fuera del poliqueo personal y electoralesco.


 

 

Introducción

Plan de la exposición

Ante todo iniciamos nuestra exposición haciendo notar como no se puedes esperar aquí sistemático que abrace todos los aspectos de la concepción y del programa comunista, desde puntos de vista económicos, históricos y políticos y bajo lo que podríamos llamar el tejido conectivo de todos los demás, que responde a la originalidad de nuestro método totalmente exclusivo con que el marxismo – con respuestas completas y definitivas - desde su primerísima aparición, que data de la primera mitad del siglo pasado- deshace, a nuestro parecer, para siempre, los nudos existentes entre teoría y acción, economía e ideología, causalidad determinante y dinámica de la sociedad humana, aquello que, por brevedad, denominamos a veces el aspecto filosófico del marxismo o materialismo dialéctico.

Quedaríamos además expuestos a la habitual crítica de abstractismo si, al sistematizar tales conceptos, quisiéramos esclarecer en todos sus aspectos nuestra original visión de la función del individuo en la sociedad, del vínculo de ambos con el ente Estado y del significado que el ente clase lleva en la regulación de esta doctrina. Nos expondríamos, entonces, al riesgo de ser mal comprendidos si omitiésemos un dato fundamental de nuestra solución, a saber, el hecho de que las fórmulas que resuelven tales cuestiones no permanecen inmutables en el transcurso del tiempo, sino que varían con el devenir de los grandes períodos históricos que son, para nosotros, los reflejados por las diversas formas sociales y modos de producción.

Nuestra exposición será entonces, aun reivindicando la constancia de las respuestas marxistas por encima de los episodios surgidos en diversas situaciones históricas, que replanteamos, más ligada a la fase desgraciada que el movimiento revolucionario contra el capital está atravesando hoy, desde hace décadas y seguramente aún por decenios; pondremos así mismo en su justa posición las piedras angulares de nuestra ciencia, enderezando las que los enemigos intentan más insistentemente derribar, obrando en dirección opuesta a su fuerza deformante.

Para realizar esto, dirigiremos nuestra mirada hacia los tres grupos principales de críticos de la posición doctrinal, que es la única revolucionaria; al hacerlo, nos preocupará sobre todo la crítica que más tenazmente pretende apoyarse en los mismos principios y movimientos que constituyen nuestro punto de referencia.

Recordemos a los lectores que un tema similar fue desarrollado en la reunión de Milán del 1952 (Invariancia histórica del marxismo en el curso revolucionario, artículo publicado en "Il Programma Comunista", números del 1 al 5 de 1953 y reproducido en los números del 5 al 6 de 1969), evento que reivindicó, en una primera parte, la histórica invariancia del marxismo, sosteniendo que no es una doctrina en continua formación, sino que se completó en el momento histórico adecuado para ello, es decir, con la aparición del proletariado moderno y es piedra de comparación por nuestra visión histórica la repetida confirmación de que tal clase recorrerá todo el arco histórico que va desde la aparición hasta la caída del régimen del capital, empleando intactas las mismas armas teóricas.

La segunda parte trató del "falso recurso del activismo", desarrollando la crítica, de la que nos ocuparemos también aquí, del retorno de las ilusiones "voluntaristas", peligrosísima forma degeneradora del marxismo que ha sido siempre explotada en las diversas oleadas de epidemias oportunistas (1).

 

 

Reseña de los adversarios

En aquella primera parte dividimos a los enemigos de nuestra posición en: negadores, falsificadores, actualizadores.

Los primeros están representados hoy por los defensores abiertos y por los apologistas del capitalismo como forma definitiva de la "civilización" humana. No les dedicamos demasiada atención, considerando que ya han sido puestos knock-out por los golpes de Carlos Marx, y nos liberaremos de ellos repitiendo esos golpes, aprendidos oportunamente, contra los otros dos grupos. (Digamos entre paréntesis, de una vez por todas, que la tarea de nuestra "nueva exposición" no aspira tanto a ser una victoria definitiva en un combate polémico, sino que tiende, sobre todo mientras estemos en los límites de un resumen, a autodefinirnos claramente y a formular nuestras críticas características, con la responsabilidad de probar que son de una naturaleza tal como para no ser cambiadas en mucho más de cien años).

Los negadores de Marx del primer grupo ven confirmada su derrota, por ahora solo doctrinal (y mañana social), en el hecho de que cada día se sitúan más entre los que "roban" las verdades que Marx descubrió y, convencidos de no poder abatirlas cuando están bien enunciadas (como, en cambio, procuramos hacer sin miedo nosotros, los revolucionarios, con las tesis clásicas de ellos), se presentan en la forma de la segunda categoría, la de los falsificadores, y (¿por qué no?) de la tercera.

Los falsificadores son aquellos que han sido históricamente tachados como "oportunistas", revisionistas, reformistas, aquellos que eliminaron del conjunto teórico de Marx la espera de la catástrofe revolucionaria y el empleo de la fuerza armada, pensando que sería posible hacerlo sin aniquilarlo todo. Hay, sin embargo, y lo veremos enseguida, masas de falsificadores semejantes en todo a los primeros (e iguales a ellos en la superstición del activismo) aun entre los que demuestran aceptar la violencia rebelde; pero donde unos y otros retroceden es frente al contenido exclusivo y esencial de la teoría de Marx: la fuerza del brazo armado, no ya del individuo aislado o del grupo oprimido, sino de la clase victoriosa y liberada, la dictadura de clase, pesadilla de los socialdemócratas y de los anarquistas. Hacia 1917, pudimos haber tenido la ilusión de que también ese sucio segundo grupo caería bajo los golpes de Lenin, pero mientras consideramos definitiva aquella victoria doctrinal, estuvimos entre los primeros en advertir la presencia de las condiciones de las que resurgiría esa especie infame que hoy situamos en el estalinismo y en el postestalinismo ruso (en circulación desde el XX Congreso).

Por último, en el tercer sector, el de los actualizadores, colocaremos aquellos grupos que, aun considerando dicho estalinismo como una nueva forma del clásico oportunismo demolido por Lenin, atribuyen tan pavoroso revés sufrido por el movimiento obrero revolucionario a formas defectuosas e insuficientes contenidas en la primera construcción de Marx, y asumen el compromiso de rectificarla pretendiendo poder hacerlo con los datos de la evolución histórica posterior a la formación de la doctrina, evolución que, según dicen, la ha desmentido.

Existen en Italia, Francia y por doquier muchos de esos grupos y grupitos en los que se desperdigan, con resultado desastroso, las primeras reacciones proletarias contra los terribles desengaños debidos

a las deformaciones y a las descomposiciones producidas por el estalinismo, por la extenuación oportunista que ha matado a la Tercera Internacional de Lenin. Uno de ellos se relaciona con el trotskismo pero sin entender, en realidad, como Trotsky siempre condenó en Stalin su desviación respecto a Marx, aun abusando de juicios personales y morales; se trata de una vía estéril, como lo ha mostrado la desfachatez con que la utilizó el XX Congreso para prostituir las tradiciones revolucionarias de modo incluso peor que el propio Stalin.

Todos esos grupos caen en bloque en la otra enfermedad del activismo y su enorme distancia crítica respecto al marxismo no les permite comprender que se trata del mismo error que cometían los Bernstein alemanes, que quisieron fabricar socialismo dentro de la democracia parlamentaria contraponiendo la praxis cotidiana a la (para ellos) fría teoría, y los hijos de Stalin que han destrozado la posición de Marx, Lenin y Trotsky sobre la internacionalidad de la transformación económica socialista, en una obscena exhibición de fuerza muscular con la que, exacerbando su voluntad de dominio, ¡ya la habian fabricado!

Stalin es el padre teórico del método del enriquecimiento y actualización del marxismo que, cada vez que se presenta, equivale a la destrucción de la visión de la fuerza revolucionaria del proletariado mundial.

.Nuestra posición estará dirigida contra los tres grupos al mismo tiempo. Pero lo más importante es meter en orden y a punto las engañosas deformaciones y presuntuosas neoconstrucciones del tercer grupo que por ser contemporáneas son las más conocidas, de forma que a los trabajadores de hoy, tras la devastación estalinista, no les resulta fácil reconsiderarlas como viejos e históricos engaños. Contra tales engaños nosotros proponemos una única actitud: el retorno integral a las posiciones comunistas del Manifiesto de 1848, que contienen en potencia toda nuestra crítica social e histórica, demostrando que todas las vicisitudes posteriores, con las sangrientas luchas y derrotas del proletariado a lo largo de un siglo, reafirman la solidez de cuanto disparatadamente se habría pretendido abandonar.



 

Primera parte

Partido y Estado de clase como formas esenciales de la revolución comunista


 

La gran cuestión del poder

Al dirigir nuestra atención -solo para hacer menos compleja la deducción teórica- hacia la numerosa masa de críticos de la degeneración moscovita (masa que, a pesar de las contramedidas preventivas del XX Congreso, tras los acontecimientos de Hungría, Polonia y Alemania Oriental, se ha ido extendiendo hacia los márgenes mismos de los partidos estalinistas oficiales de Occidente determinando, desde esos movimientos, un flujo de material a nuestro parecer más que equívoco y pequeñoburgués, como pueda serlo el de un Sartre o el de un Picasso), debemos observar que la condena es formulada, no sin éxito, en los siguientes términos: abuso de la dictadura, abuso de la forma del partido político sujeto a una disciplina central, abuso del poder de Estado en la forma dictatorial. Toda esa camarilla busca el remedio en esta dirección: más libertad, más democracia, reintegración del socialismo en la atmósfera ideológica y política de la legalidad liberal y electoral y, en general, renuncia al empleo de la fuerza del Estado en las relaciones entre las diversas proposiciones y, por ende, entre opiniones políticas distintas. Como de costumbre, el primer objetivo de nuestros golpes no lo constituyen los que preconizan todo eso como abiertos defensores del modo burgués de producción, apadrinado por su sistema ideológico, jurídico y político, sino los que quieren injertar esa charla sin sentido en el tronco marxista.

Nosotros afirmamos exactamente lo contrario. El movimiento revolucionario, hallándose exento de la servil admiración del mundo libre americano, como de la sujeción a la corrupción moscovita, así como de una vulnerabilidad respecto a la peste tremenda del oportunismo, resurgirá únicamente cuando vuelva a encontrar la originaria y radical plataforma marxista y se asiente sobre el postulado categórico de que el socialismo, por su contenido, deshonora como conceptos aptos para la defensa y conservación del capitalismo, supera y niega la libertad, la democracia y el parlamentarismo electivo, así como la mentira suprema y recurso contrarrevolucionario que consiste en reivindicar un Estado inerte y neutral ante los intereses de las clases y las propuestas de los partidos, y, por consiguiente, ante la estúpida libertad de opinión, siendo tal Estado y tal libertad monstruosas invenciones que la historia no ha conocido ni jamas conocerá.

No solo es indiscutible que eso es lo que el marxismo ha establecido y declarado desde sus primeros años, sino que se debe agregar que el concepto del uso del poder físico contra las minorías -y aun contra las mayorías adversas- supone la intervención de dos formas esenciales contenidas en el "esquema" histórico marxista: Partido y Estado.

Existe un "esquema histórico marxista" porque, diciéndolo de otro modo, la doctrina marxista se basa en la posibilidad de marcarle un esquema a la historia. Si no se llega a dilucidar cuál es el esquema, o si el esquema encontrado fracasa, el marxismo se vendrá abajo y tendrán razón los negadores del primer tipo. ¡Quizás ni siquiera bastara con eso para hacer capitular a los marxistas falsificados y “adaptados, actualizados”!

Quien en oposición a nuestra tesis que en el esquema marxista Partido y Estado no son elementos accesorios, sino principales, quisiera afirmar que el elemento principal es la clase mientras Partido y Estado son accesorios de su lucha, que ha establecido cambiar “como los neumáticos o los faros de un automóvil”, quedaría desmentido, ahora y de la manera más directa y categórica, por el propio Marx en la carta a Weydemeyer citada clásicamente por Lenin en El Estado y la Revolución, cuya doctrina histórica reivindicamos integralmente. Que existan las clases, dice Marx en 1852, no es algo que haya descubierto yo, sino muchos escritores e historiadores burgueses. Ni tampoco he sido yo quien ha descubierto la lucha de clases, revelada por muchos otros, que no por ello son comunistas ni revolucionarios. El contenido de mi doctrina está en el concepto histórico de la “dictadura” del proletariado, fase necesaria para el paso del capitalismo al socialismo. Eso es lo que dice Marx en una de las raras ocasiones en que habla de sí mismo.

Por lo tanto, la clase obrera estadísticamente definida no nos interesa mucho. Y apenas un poco más atrae nuestra atención esa clase obrera que se mueve por grupos para desenredar sus divergencias de intereses con las demás clases (las clases son siempre más de dos).A nosotros nos interesa la clase que ha instaurado la dictadura, o sea, la que ha ganado el poder, la que ha destruido el estado burgués y ha erigido el suyo, tal como Lenin puso magistralmente de relieve, es decir, cubriendo de vergüenza a los “olvidadizos” del marxismo de la Segunda Internacional. ¿Cómo es que, sobre una clase, se apoya un poder de Estado dictatorial totalitario, una máquina de Estado opuesta a la vieja como el ejército vencedor frente al derrotado? ¿Cuál es el órgano? Los filisteos respondieron enseguida que para nosotros era el hombre -en Rusia, Lenin- al que se osa asociar con el funesto Stalin hoy quemado y, según dicen, asesinado ayer por sus esbirros. Nuestra respuesta era y es hoy más que nunca diferente.

El órgano de la dictadura y del manejo del arma Estado es el Partido político de la clase. El partido que, en su doctrina y en la larga cadena histórica de su acción, tiene en potencia el deber de transformación de la sociedad que es propio de la clase. Nosotros no nos limitamos a decir que la lucha y la tarea histórica de la clase no podrán realizarse si no son encomendadas a esas dos formas: Estado dictatorial (es decir, que excluye de sí, mientras existan, a las otras clases, ya vencidas y sojuzgadas) y Partido político. Nosotros decimos que en nuestro lenguaje dialéctico y revolucionario se comienza a hablar de clase, a establecer un vínculo dinámico entre una clase oprimida actualmente en la sociedad y una forma social futura y revolucionada, a tomar en consideración la lucha entre la clase que detenta el poder estatal en sus manos y la que debe derrocarla y sustituir ese poder por el suyo, únicamente cuando la clase no es una fría constatación estadística que permanece a la altura pedestre del pensamiento burgués, pero que se manifiesta en su partido, órgano sin el cual no tiene vida ni fuerza de lucha.

No solo, pues, no se puede separar el partido de la clase como lo accesorio de lo principal, pero los nuevos deformadores del marxismo, al proponernos una clase proletaria privada de partido, o con un partido esterilizado e impotente, o al buscar sustitutos, sucedáneos del partido, han hecho desaparecer a la clase, han matado la posibilidad de que la clase luche por el socialismo, y aun por su pedazo de pan.


 

Un error desenmascarado desde hace un siglo

Los modernos enriquecedores han sido empujados a semejantes enormidades por un extravío critico que los ha llevado, sin darse cuenta, a apropiarse de las insinuaciones burguesas y pequeñoburguesas que surgieron cuando la revolución rusa seguía todavía esa línea que también según ellos fue gloriosa, y en la que Clase, Estado, Partido y hombres de partido se situaban en el mismo terreno revolucionario, justamente porque sobre esas posiciones esenciales no existían vacilaciones de ninguna naturaleza.

No se dan cuenta de que, debilitando el partido y su función de primer órgano de la revolución, desclasan al proletariado y lo entregan, impotente, al yugo de la clase dominante, yugo que no podrá abatir ni mitigar siquiera bajo puntos de vista restringidos. Creen haber mejorado de veras el marxismo por haber aprendido de la historia la vanalidad, digna del último charlatán, de que quien tira demasiado rompe la cuerda, y no advierten que no se trata de una corrección, sino de una liquidación; más aún, de un complejo de inferioridad por incomprensión impotente.

La forma Partido y la forma Estado son puntos esenciales en los primeros textos de nuestra doctrina, y son las dos etapas fundamentales del desarrollo épico dado en el Manifiesto de los Comunistas.

Son dos los momentos de traspaso revolucionarios del capítulo "Proletarios y Comunistas". El primero, ya indicado en el capítulo precedente "Burgueses y Proletarios", es la organización del proletariado en partido político. Esta afirmación sigue a otra muy conocida: “toda lucha de clases es lucha política”. Su expresión es incluso más precisa y concuerda con nuestra tesis: el proletariado es históricamente una clase cuando llega a dar vida a la lucha política y de partido. En efecto, el texto dice: “esta organización de los proletarios en clase y, por consiguiente, en partido político”.

El segundo de los momentos revolucionarios es la organización del proletariado en clase dominante: aquí está planteada la cuestión del poder y del Estado. "Ya hemos visto más arriba que el primer paso en la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante".

Se encuentra un poco más adelante la seca definición del Estado de clase: "El propio proletariado organizado en clase dominante".

No tenemos aquí necesidad de anticipar cómo otra de las tesis esenciales erigidas nuevamente por Lenin, la desaparición ulterior del Estado, está también contenida en ese primer famoso texto. La definición general: "el poder político es la fuerza organizada de una clase para la opresión de otra", subraya las clásicas afirmaciones: el poder público perderá su carácter político, desaparecerán tanto las clases en sí como cualquier dominio de clase, incluido el del proletariado.

Por lo tanto, en el centro de la visión marxista, se encuentran el Partido y el Estado. Se trata del “o lo tomas o lo dejas”. Buscar la clase fuera de su partido y de su estado es una tentativa vana, privarla de ambos significa dar la espalda al comunismo y a la revolución.

Ese demente tentativo, que los "actualizadores" consideran un original descubrimiento, realizado tras la segunda guerra mundial, ya había sido efectuada antes del Manifiesto e incluso antes del mismo y desbaratada con el formidable “panfleto” polémico de Marx contra Proudhon: Miseria de la Filosofía. Esta obra fundamental destruye la concepción, muy avanzada para aquella época, de que la transformación social y la abolición de la propiedad privada sean conquistas realizables fuera de la lucha por el poder político. Al final, se encuentra la famosa frase: “no digáis que el movimiento social excluye el movimiento político”, que conduce a nuestra tesis inequívoca: no entendemos por política una ‘lucha pacífica de opiniones’ ni, peor aún, una ‘contienda constitucional’, sino "el choque cuerpo a cuerpo", la "revolución total" y, en fin, con las palabras de la poetisa Sand: "el combate o la muerte".

Proudhon aborrece la conclusión de la lucha política porque su concepción de la transformación social es defectuosa, no contiene la superación integral de las relaciones capitalistas de producción, es competitiva, es localmente cooperativa, queda bloqueada por la visión burguesa de la empresa y del mercado. Proudhon gritó que la propiedad era un robo, pero su sistema, al mantener su carácter mercantil, sigue siendo un sistema propietario y burgués. Su miopía sobre la revolución económica es la misma que la de los modernos "socialistas de empresa" que repiten de manera menos vigorosa la vieja utopía de Owen que quería liberar a los obreros dándoles la gestión de la fábrica en plena sociedad burguesa. Esos señores se llamen ordinovistas a la italiana o barbaristas a la francesa, la marca proudhiana los acompaña en sus remotos orígenes y, como a Stalin, se les podría lanzar la invectiva: ¡O miseria de los enriquecedores!


 

Resurrección y tenacidad del proudhonismo

En el sistema de Proudhon viene exaltado al máximo el intercambio individual, el mercado, el libre arbitrio del comprador y del vendedor, y se afirma que bastará con adecuar el valor de cambio de cada mercancía al del trabajo que esa contiene para lograr eliminar toda la iniquidad social. Marx prueba -y veremos la demostración contra Bakunin, Lassalle, Dühring, Sorel y contra los pigmeos más recientes a los que aludíamos antes- que bajo todo esto no se esconde más que la apología y la conservación de la economía burguesa: no es otra cosa la afirmación de Stalin de que en una sociedad socialista, como en su opinión lo es la rusa, siga rigiendo la ley del intercambio de valores equivalentes.

A partir de este texto, Marx marca en pocas líneas el abismo entre esas aguas menores del sistema capitalista y la visión colosal de la sociedad comunista del mañana. Es su respuesta a la construcción de Proudhon de una sociedad en la que el juego ilimitado de la competencia y el equilibrio entre oferta y demanda hagan el milagro de asegurar a todos las cosas más útiles y de primera necesidad al "mínimo costo", eterno sueño pequeñoburgués de los necios siervos del capital. Marx destruye fácilmente tal sofisma y lo ridiculiza comparándolo con la pretensión de hacer pasear a los proudhonianos para obtener buen tiempo, dado que con buen tiempo todos pasean.

"En una sociedad futura, en la que el antagonismo de clases hubiera cesado y en la que ya no hubiera clases, el uso no estaría ya determinado por el mínimo tiempo requerido para la producción, sino que el tiempo de producción social que se destinaria a los diversos objetos estaría determinado por el grado de utilidad social”.

Es una de las tantas joyas que se pueden encontrar en los escritos clásicos de nuestra gran escuela y que prueban lo insulso del lugar común: “ Marx amaba describir en sus leyes el capitalismo, pero nunca describió la sociedad socialista: habría recaído... en el utopismo.” Afirmación común a Stalin y a decenas de antiestalinistas..

El utopismo, en cambio, habría que imputárselo a los proudhonestalinistas que pretenden emancipar al proletariado y conservar el intercambio mercantil. La krusheviana reforma de la industria rusa es la última edición de esa tentativa (1).

El intercambio individual y libre, sobre el que se apoya la metafísica de Proudhon, se desarrolla en el intercambio entre las fábricas, los talleres, los laboratorios, las empresas administradas por los obreros, según la rancia vanalidad que evoca el contenido del socialismo en la conquista de la empresa por parte de los obreros que trabajan en ella.

En su cruzada en defensa de la competencia, el viejo Proudhon precede a la modernísima superstición de la "emulación" productiva. El progreso, solían decir los biempensantes de entonces que ignoraban ser menos reaccionarios que los modernos partidarios de Kruschev, nace de la sana "emulación". Pero Proudhon identifica la emulación productiva, "industrial", con la competencia misma. Tienden a emularse todos los que compiten por un mismo fin, como podría ser "la mujer para el amante". Marx observa con sarcasmo: si el objeto inmediato del amante es la mujer, el objeto inmediato de la emulación industrial debería ser el producto y no el beneficio. Pero como en el mundo burgués (y esto viene siendo así desde hace más de cien años), la carrera es por el beneficio, la pretendida emulación productiva toma la forma de una competencia comercial, la misma a la que aspiran norteamericanos y moscovitas con las sonrisas seductoras que intercambian durante este henchido verano.

Proudhon aparece como el precursor de los modernísimos “neosocialistas de empresa”, no solo en su visión incompleta de la sociedad revolucionaria, sino aun en la más circunspecta de sus posiciones: el rechazo del Partido y del Estado porque crean dirigentes, jerarcas, depositarios del poder, y porque la debilidad de la naturaleza humana hace inevitable su transformación en un grupo de privilegiados, en una nueva clase (¿o casta?) dominante, a expensas del proletariado.

Marx ya le había hecho tragar estas supersticiones sobre la "naturaleza humana" al elucubrador de sistemas, Proudhon. La frase es tan breve como bien acuñada: El señor Proudhon ignora que la historia entera no es más que una continua transformación de la naturaleza humana. Bajo esta maciza piedra sepulcral pueden dormir cien batallones de idiotas antimarxistas pasados, presentes y futuros.

Para corroborar nuestra afirmación de que no ponemos ninguna reserva o limitación, ni siquiera secundaria, al "pleno empleo" de las armas Partido y Estado en la revolución obrera, con el fin de liquidar esos escrúpulos hipócritas, agregaremos que solamente hay una organización capaz de oponer un remedio eficaz y definitivo a las inevitables manifestaciones individuales de la psicopatología que a los proletarios y militantes comunistas les llega a través de la herencia no de la naturaleza humana, sino de la del súbdito de la sociedad capitalista y de su horrible ideología y su mitología individualista propias de una pretendida "dignidad personal". Esa organización es precisamente el partido político comunista, tanto durante la lucha revolucionaria como en el ejercicio de la dictadura de clase que le compete integralmente. Otros organismos que quisieran subrogarlo no solo deben ser descartados por su impotencia revolucionaria, sino también por ser cien veces más permeables que el partido político a las influencias destructivas pequeñoburguesas y burguesas. La crítica a tales organismos, que ya fueron propuestas desde distintos lados y desde tiempo inmemorial, debe ser planteada en un plano histórico más que en la línea “filosófica", siendo sin embargo de primera importancia mostrar cómo lo alegado por sus partidarios se revela fácilmente, en el transcurso de nuestra indagación, que están sumergidos en las tinieblas de una ideología de origen y esencia burguesa, e incluso menos que burgueses, como lo es la de los intelectualoides que infestan peligrosamente las márgenes del movimiento obrero.

La forma-partido, al colocar en su organización al mismo nivel tanto al proletario como al no propietario es la única en la que el primero puede alcanzar la posición teórica e histórica que se apoya en los intereses revolucionarios de la clase trabajadora y servir finalmente, aunque después de arduas vicisitudes históricas, de mina revolucionaria, y no de contramina burguesa en nuestras filas.

La superioridad del partido reside justamente en que supera la infección del trade-unionismo, del obrerismo. Se entra en el partido a causa de la propia posición en el cuerpo a cuerpo de las fuerzas históricas en lucha por una nueva forma social revolucionaria, y no calcando servil y jactanciosamente (como es costumbre) la posición personal del militante "respecto al mecanismo productivo", o sea, respecto al mecanismo creado por la sociedad burguesa, "fisiológico" solo para ella y para su clase dominante.


 

Segunda parte

Las organizaciones económicas del proletariado esclavo como miserables sucedáneos del partido revolucionario


 

Historia de sistemas impotentes

En la lucha contra la traición estalinista y sus deformaciones de la teoría económica, aspectos mil veces más graves que los "excesos de poder" (que tanto escandalizaron a trotskistas y kruschevistas en fases diversas) y peores que los famosos "crímenes" con los que nos ha saturado todo el filis teísmo mundial, cuáquero y pregonero del mundo "libre", nos hemos apoyado siempre en la clásica tesis de Marx contra Proudhon, tal como fue formulada en el Primer Libro de El Capital (capítulo XXII, nota 24): "Admírese la astucia de Proudhon, que quiere abolir la propiedad capitalista contraponiéndole... las leyes eternas de propiedad correspondientes a la producción de mercancías."

En su crítica y en su tentativa de renovar los programas, todo el grueso de los pretendidos antiestalinistas se apoya en la ridícula exigencia de desintoxicar - esterilizándolos y extirpándoles - el Partido y el Estado, formas de las que Stalin habría abusado a causa de su eterna avidez de poder. (Esa muy rancia tesis es dada en Italia como texto en los exámenes de latín: ¡el tirano, sus siervos y la Patria! He aquí cómo Cicerón se convertiría en un "actualizador" de Marx!) Es importante mostrar cómo todos los que alimentan esa gazmoña preocupación (vemos que todos son aspirantes a jefes, trastornados por la sed de éxito personal) recaen, en su construcción económico-social, en la ilusión reaccionaria de Proudhon, y cierran los ojos ante la oposición histórica del comunismo al capitalismo, que equivale a la oposición del comunismo y del socialismo al mercantilismo.

Una primera exposición de esta demostración debe ser la de carácter histórico que muestra el fin miserable de todas las versiones que intentaron proponer con el objeto de rechazar a los monstruos Partido y Estado político, organizaciones de naturaleza diferente para encuadrar a la clase proletaria en su lucha contra el capital y para llegar a la formación de la sociedad postcapitalista.

En la tercera parte de esta exposición trataremos el aspecto económico, o sea, mostraremos que la meta, el programa, que todos estos movimientos “sin partido” y "sin estado” se ponían, no era una economía socialista y comunista, sino una ilusión económica pequeñoburguesa que los ha vuelto a hundir a todos en el juego de fuerzas de partidos y de estados del moderno capitalismo.

Una primera tesis perjudicial que une como antimarxistas todas estas tentativas basadas en fórmulas o "recetas" de diversas formas organizativas de milagrosos resultados. Esa tesis repiten, como por boca de ganso las viejas y semiseculares banalidades de los traficantes y pregoneros políticos que reducían las vicisitudes de la lucha histórica a una sucesión de figurines, como en la "moda" del vestido. Estos sabihondos cacareaban que en la gran revolución francesa el motor fue el club político, y que la lucha entre sus miembros (jacobinos, girondinos, etc.) fue la clave de los acontecimientos. Después, esa costumbre pasó de moda y se tuvieron los partidos electorales...; luego se pasó a organismos locales, comunales, preconizados por los anarquistas...; hoy (pensemos en el 1900) se tiene la modernísima receta: el sindicalismo obrero de profesión, que tiende a suplantar a cualquier otra organización y se contrapone (Giorgio Sorel) con su potencial revolucionario al Partido y al Estado. Viejísima canción. Hoy (1957) oímos alabar otra forma "autosuficiente": el consejo de fábrica, realzado de distintas maneras frente a cualquier otra forma por los "tribunistas" holandeses, gramscianos italianos, titistas yugoslavos, los asi llamados "trotskistas", en fin, grupitos de "izquierda" propios de una epopeya burlesca.

Toda esta vacía disquisición es sepultada por una sola tesis (Marx, Engels, Lenin): "La revolución no es una cuestión de forma de organización".

La cuestión de la revolución reside en el choque de las fuerzas históricas, en el programa social al que se ha de llegar, que esta al final del largo ciclo del modo capitalista de producción. El viejo utopismo premarxista consistió en inventar el fin, en vez de descubrirlo científicamente en las determinantes pasadas y presentes. Matar el fin y poner en su lugar la organización que se agita es el nuevo utopismo postmarxista (Bernstein, jefe del revisionismo socialdemócrata: el fin no es nada, el movimiento lo es todo).

Recordaremos brevemente aquellas "propuestas" de los figurinistas que endosaron al proletariado el papel de “modelo” y lo cargaron con las duras derrotas del yugo reforzado del capital.


 

La superstición de la "comuna" local

Las doctrinas anarquistas son la expresión de la tesis: “el mal es el poder central”, y suponen que todo el problema de la liberación de los oprimidos está en la eliminación de ese poder. El anarquista solo llega a la clase como concepto accesorio; él quiere liberar al individuo, al hombre, apropiándose del programa de la revolución liberal y burguesa. Todo lo que le reprocha a esta es haber instaurado una nueva forma de poder, sin observar que eso es la consecuencia necesaria de no haber tenido como contenido y fuerza motriz la liberación de la persona o del ciudadano, sino la conquista del dominio sobre los medios de producción por parte de una nueva clase social. El anarquismo, el libertarismo -y, apenas se profundiza el análisis, también el estalinismo tal como es propagado en Occidente- no son más que el clásico liberalismo revolucionario burgués más alguna otra cosa (que llamamos autonomía local, estado administrativo, acceso de las clases trabajadoras a los órganos del poder constitucional). Con semejantes tonterías pequeñoburguesas, el liberalismo burgués (que en su periodo histórico fue una cosa real y seria) se vuelve una pura ilusión que castra la revolución obrera, la cual ha apurado hoy ese cáliz hasta las heces.

Por el contrario, el marxismo es la negación dialéctica de ese liberalismo capitalista, que no quiere conservar en parte para agregarle correctivos, sino más bien aniquilarlo con las instituciones que de él han surgido y que, tanto las locales como sobre todo las centrales, tienen un carácter de clase. Esta tarea no debe ser confiada a atracones de brumosa autonomía e independencia, sino a la formación de una fuerza destructora central, cuyas formas son justamente el Partido y el Estado revolucionarios, insustituibles por ninguna otra forma.

La idea de desvincular y autonomizar al individuo, a la persona, se reduce en primer lugar al criterio ridículo del refractario individualista, que cierra los ojos e ignora la sociedad y su maciza estructura, a la que no puede romper o en la que sueña colocar un día una máquina infernal; todo esto para terminar en el existencialismo contemporáneo, socialmente estéril.

Esta exigencia pequeñoburguesa, que ha nacido de la rabia del pequeño productor autónomo expropiado por el gran capital y, por consiguiente, de una defensa de la propiedad (que, según Stirner y otros individualistas puros, es un "prolongamiento de la persona" que no hay que conculcar), se adaptó al gran hecho histórico del avance de las masas trabajadoras, reconociendo con el andar del tiempo algunas formas de organización. Durante la crisis de la Primera Internacional (después de 1870), los anarquistas se separaron de los marxistas negando todavía las organizaciones económicas y hasta las huelgas. Desde esa época Engels establece que sindicato económico y huelga no bastan para resolver la cuestión de la revolución, pero que el partido revolucionario debe apoyarlos puesto que, como lo indicaba ya el Manifiesto, su valor reside en la extensión de la organización proletaria hacia una forma única y central, que es la organización política.

En esta fase, la propuesta de los libertarios es la no bien definida "comuna" revolucionaria local, órgano presentado en cada ocasión como fuerza en lucha contra el poder constituido, que afirma su autonomía rompiendo todo vínculo con el estado central, y como forma que gestiona una nueva economía. No se trataba más que de un retorno a la primera forma capitalista de las Comunas autónomas del final de la Edad Media en Italia y en la Flandes alemana, donde la joven burguesía luchaba contra el imperio; como siempre, era entonces un hecho revolucionario respecto al desarrollo de la economía productiva, mientras que hoy es un vano retroceso encubierto de falso extremismo.

Para los anarquistas, en cincuenta años de conmemoraciones, el modelo de este órgano local había sido la Comuna de París de 1871 que, en el mucho más potente e irrevocable análisis de Marx y Lenin es el primer ejemplo histórico y grandioso de la dictadura del proletariado, de Estado central, y por ahora territorial del proletariado.

El estado capitalista francés, encarnado por la Tercera República de Thiers, se propuso aplastar al París proletario, y se dispuso a hacerlo desde fuera de la capital, incluso desde el otro lado de la muralla de las fuerzas prusianas; después de la resistencia desesperada y de la masacre espantosa que siguió, Marx pudo escribir que desde ese día todos los ejércitos nacionales de la burguesía están confederados contra el proletariado.

No se trató de reducir la lucha histórica del marco nacional al municipal (¡piénsese en un pobre municipio inerme de la periferia!), sino de ampliarla a una lucha internacional. En los años de la Segunda Internacional afloró también una nueva versión del socialismo (que impresionó incluso a la mente inquieta del Mussolini del preguerra) llamada "comunalismo", que quería construir la célula de la sociedad socialista a través de la conquista de la comuna autónoma, ¡desgraciadamente no ya con la dinamita, como querían los anarquistas, sino por medio de las elecciones municipales! Las objeciones de entonces serían inútiles hoy en día cuando el inexorable desarrollo económico, bien conocido por los marxistas, ha envuelto todas las estructuras locales en una red de vínculos económicos, administrativos y políticos con el centro cada vez más inextricable: basta pensar en la ridiculez de un pequeño municipio o una pequeña comuna rebelde que construyese una estación de radio y televisión, aunque solo fuera para para interferir al menos la de su gran enemigo, el Estado central. La idea de organizaciones que agrupen a los trabajadores de un municipio o de una comuna que se declare políticamente independiente y económicamente autárquica ha muerto por sí misma; pero la ilusión burguesa de la "autonomía" tendrá todavía oportunidad de esbozarse en las mentes y paralizar los brazos de los militantes de la clase obrera.

Una historia más larga y más compleja será la de las demás formas de organización "inmediata" de los trabajadores, que tenderán a desembocar en el sindicato de profesión o de oficio, del sindicato de industria del consejo de fábrica. En la medida en que esas formas son presentadas como alternativa al predominio del partido político revolucionario, la historia de sus movimientos y de las doctrinas que se apoyaron sobre ellas de manera más o menos desordenada coincide con la historia del oportunismo de la Segunda y de la Tercera Internacional (a la que hemos dedicado amplias disertaciones); procuraremos limitarnos a una breve reseña, a pesar de ser grave la escasez de conocimiento que las masas de Europa tienen de los inmensos sacrificios soportados por el proletariado del continente en relación con esta historia, y a pesar de que es necesario que el proletariado llegue un día a sacar provecho de las enseñanzas de tan tremendas experiencias.

La historia del localismo y del llamado comunismo anarquista o libertario es la historia del oportunismo en el seno de la Primera Internacional, del cual tuvo que liberarse Marx tanto a través de la crítica doctrinal como de la dura lucha organizativa contra Bakunin y sus tenaces partidarios en Francia, Suiza, España e Italia.

A pesar de la historia de la revolución rusa, numerosos "izquierdistas" y enemigos declarados del estalinismo consideran todavía a los anarquistas como un punto de apoyo posible; era pues necesario restablecer que el libertarismo es una primera forma de enfermedad del movimiento proletario, precedente a los otros oportunismos (incluyendo al mismo estalinismo), al haber desplazado las posiciones políticas e históricas a un terreno espurio capaz de atraer hacia el lado del proletariado a las capas de la pequeña y aun de la mediana burguesía, constituyendo siempre la sede de todos los errores y la fuente de todos los fracasos. Lo que se logró no fue la dirección por parte del proletariado de la "masa popular", sino la destrucción de todo carácter proletario del movimiento general y el sometimiento del proletariado al capital.

Este peligro ya se denunciaba desde los primeros años del marxismo, y es doloroso constatar que aun teniendo hoy más datos que Marx para afrontarlo, se sigue entendiendo al revés lo que estaba claro hace ya más de un siglo. Engels también sentía horror por la versión "popular" de la revolución obrera, como se expone, entre cientos de pasajes, en el prefacio a La Lucha de Clases en Francia: «Después de la derrota de 1849, nosotros no compartímos en modo alguno las ilusiones de la democracia vulgar.... Esta confiaba en una victoria inmediata y decisiva del "pueblo" sobre los "opresores"; nosotros confiábamos en una larga lucha, después de haber eliminado a los "opresores” entre los elementos antagónicos que se ocultaban justamente en este "pueblo"».

Para la doctrina marxista, desde esa época existen los fundamentos para condenar las actuales versiones populares de "todos" los oportunistas (incluidos los grupitos cuadrifoliados (3) y barbaristas (4), que han dedicado hace poco largas palinodias a los acontecimientos húngaros en los cuales, como siempre, hacen pasar un movimiento "popular" por un movimiento de clase.

Pone al pueblo en el lugar de la clase todo aquel que, colocando a la clase proletaria delante y por encima del partido comunista, cree rendirle el supremo homenaje, cuando en realidad la desclasa, la anega en la incertidumbre "popular" y la inmola a la contrarrevolución.


 

Mito del sindicato revolucionario

A fines del siglo XIIX los partidos políticos del proletariado se habían vuelto organizativamente potentes y numerosos en toda Europa; su modelo era la Socialdemocracia alemana, que tras una larga lucha contra las leyes excepcionales antisocialistas de Bismarck había obligado al Estado kaiserista-burgués a abolirlas, y que en cada elección veía aumentar sus votos y el número de sus escaños en el parlamento. Este partido tendría que haber sido el depositario de la tradición de Marx y Engels, y a ello se debía su prestigio en el seno de la Segunda Internacional reconstituida en 1889.

Pero justamente en el seno de este partido se había desarrollado una nueva corriente llamada revisionismo, cuyo máximo teórico fue Eduardo Bernstein, la cual sostenía abiertamente que el desarrollo de la sociedad burguesa y sus nuevos aspectos, durante la época de relativa tranquilidad social e internacional que había seguido a la gran guerra francoprusiana, indicaban "nuevas vías para el socialismo", diferentes de las de Marx.

Fue adoptada entonces, y no se asombren de ello los jóvenes militantes obreros de hoy, justamente la misma frase lanzada después del XX Congreso ruso de 1956, ¡con las mismísimas palabras que todos creen recién inventadas, flamantes! El revisionista italiano Bonomi, expulsado del partido socialista en 1912, ministro de guerra bajo Giolitti, que cumplió la misión de hacer ametrallar no a los fascistas, sino a los proletarios que los combatían y que fue después uno de los jefes del gobierno de la república antifascista, escribió hace medio siglo un libro con el siguiente título Las nuevas vías al socialismo. Giolitti extrajo de él la frase que decía que los socialistas habían puesto a Marx en la buhardilla. El actual movimiento de la Izquierda Comunista Internacional entronca con los grupos de la fracción de la izquierda que, en sus años lejanos, respondieron llamando a su diario "La Buhardilla".

Los revisionistas sostenían que, en la nueva situación de Europa y del mundo capitalista, el paso al socialismo y la emancipación de la clase proletaria no requerirían la lucha insurreccional, el empleo de la violencia armada, la conquista revolucionaria del poder político y rechazaron integralmente la tesis central de Marx: la dictadura del proletariado.

En el lugar de esta "visión catastrófica" colocaron la acción legal electoral, la acción legislativa en el parlamento, y se llegó hasta la participación de socialistas electos en los ministerios burgueses (possibilismo, millerandismo) con el fin de promulgar leyes favorables al proletariado, a pesar de que hasta la primera guerra mundial los congresos internacionales habían condenado siempre esa táctica, y de que, ya antes del mismo conflicto, los colaboracionistas a la Bonomi (no los Bernstein, o en Italia los Turati) hubieran sido expulsados del partido.

A tal degeneración, no solo de la doctrina, sino también de la política de los partidos socialistas (de la que no podemos ocuparnos aquí más extensamente), sucedió una ola de desconfianza hacia la forma del partido político en amplias capas obreras, que favoreció el juego de los críticos antimarxistas y anarquistas. En un primer momento, solo las corrientes menos importantes combatieron al revisionismo con la norma de permanecer fieles a la doctrina originaria del marxismo (los radicales en Alemania, los revolucionarios intransigentes en Italia, y en otros lugares los duros, rígidos, ortodoxos, etc.).

Esas corrientes, a las que corresponde en Rusia el bolchevismo con Plekanov (quien terminó tan mal como el alemán Kautsky durante la guerra) y Lenin, no dejaron un instante de reivindicar la forma Partido y – y solo Lenin con total claridad la forma Estado, o sea, la forma Dictadura. Pero durante un decenio quizás, otra escuela se puso en lucha contra el revisionismo socialdemócrata, a saber, la del sindicalismo revolucionario, cuyos orígenes son ciertamente más antiguos, pero que tuvo su jefe teórico en Jorge Sorel. Las corrientes de esta escuela fueron fuertes en los países latinos; primero lucharon en las filas de los partidos socialistas, luego se salieron de ellos ya fuera por las vicisitudes de las luchas, ya por coherencia con su doctrina que excluía al Partido como órgano de la revolución de clase.

La forma fundamental de la organización proletaria era para ellos el sindicato económico, que ante todo debía no solo dirigir la lucha de clase por la defensa de los intereses obreros inmediatos, sino también prepararse, sin sumisión alguna a ningún partido político, para la dirección de la guerra revolucionaria final con miras a la demolición del sistema capitalista.


 

Los sorelianos y el marxismo

El análisis de los fundamentos y de la evolución de esta doctrina, tanto en su dirigente ideológico, Sorel, como en los grupos multiformes que la siguieron en diferentes países, nos conduciría demasiado lejos. Como hemos indicado, no trataremos en síntesis más que su balance histórico y su muy discutible perspectiva de una futura sociedad no capitalista.

Sorel y no pocos de sus partidarios, también en Italia, declararon al comienzo ser los verdaderos continuadores de Marx contra la falsa interpretación pacifista y evolucionista de los revisionistas legalistas. Finalmente acabaron por admitir que ellos representaban otro revisionismo que a primera vista podría parecer más de izquierda que de derecha, pero que en realidad estaba ligado a los mismos orígenes y contenía los mismos peligros.

Lo que Sorel asumía de Marx era el empleo de la violencia y el choque de la clase proletaria contra las instituciones y los poderes burgueses, y sobre todo contra el Estado. Mostraba así haberse mantenido fiel a la crítica de Marx según la cual el Estado contemporáneo surgido de la revolución liberal, en sus formas democráticas y parlamentarias, no deja de ser el órgano específico de defensa de los intereses de la clase dominante, cuyo poder no puede ser abatido por las vías constitucionales. Los sorelianos reivindicaron la acción ilegal, el uso de la violencia, la huelga general revolucionaria, haciendo de ello su máximo ideal en una época en que la mayoría de los partidos socialistas desaprobaban vehementemente esas consignas.

Aunque la huelga general soreliana, en la que culmina la teoría de la "acción directa" (es decir, sin intermediarios entre proletariado y burguesía legalmente elegidos) sea concebida como huelga simultánea para todos los oficios obreros, todas las ciudades de un Estado e incluso como estrategia internacional (de la que no hay verdaderos y apropiados ejemplos), en realidad la insurrección de los sindicalistas conserva la forma y los límites de una acción de individuos, o a lo sumo de grupos esporádicos, y no se eleva hasta el concepto de una acción de clase. Esto es debido a su horror hacia una organización política revolucionaria, la cual no puede dejar de tener también formas militares y, después de la victoria, estatales (Estado proletario, Dictadura), mientras que los sorelianos, marchando tras los pasos de los bakuninistas de treinta años atrás, no quieren ni Partido, ni Estado, ni Dictadura. La huelga general nacional dada por victoriosa coincide (¿el mismo día?) con la expropiación (noción de huelga expropiadora), y la visión soreliana del paso de una forma social a otra es tan nebulosa y frágil como fue defraudante y caduca.

En 1920, en Italia -en pleno florecimiento del entusiasmo por Lenin, por la forma partido, por la conquista central del poder y la dictadura "expropiadora"- esta consigna falsamente extremista de "huelga expropiadora" fue introducida tanto en los medios "maximalistas" como en los "ordinovistas"; fue una de las tantas veces que se los tuvo que tratar a cepillazos marxistas, sin piedad y sin temor a pasar por bomberos (5).

Sorel y todos estos epígonos suyos se sitúan en substancia fuera del determinismo marxista, y el juego de los efectos entre esfera económica y política permanece para ellos como letra muerta; al ser individualistas y voluntaristas, ven en la revolución un acto de fuerza solo después de haber visto en sta un acto de conciencia imposible. Como Lenin demuestra en el ¿Qué Hacer?, ellos invierten el marxismo. Haciendo surgir conciencia y voluntad del fuero interno del individuo, hacen tabla rasa, de una sola vez, del Estado burgués, de la división en clases, de la psicología de clase. No comprenden la alternativa: dictadura capitalista o comunista, y salen del paso por la única vía histórica posible: restablecen la primera. Para nosotros no tiene importancia saber si lo hacen con o sin conciencia, mientras que para ellos esta última cuestión es de capital relieve.

No nos interesa seguir a Jorge Sorel en su evolución lógica: idealismo, espiritualismo, retorno al seno de la Iglesia católica.

La prueba de la guerra mundial

Como ya hemos indicado varias veces, no podemos indudablemente exponer aquí toda la historia crítica del desastre socialista en el momento del estallido de la primera guerra mundial (agosto de 1914). Debemos preguntarnos solamente si la ruina alcanzó únicamente a los partidos políticos, o si no trastocó también las organizaciones sindicales y los propios ideólogos de la escuela sindicalista (que no querían llamarse partido, pero que lo eran de hecho, con una base de clase pequeñoburguesa a pesar de de su superstición de pureza obrera). Estos formaban, como por otro lado han hecho más o menos siempre los anarquistas "grupos" no mejor definidos que se declaraban apolíticos, aelectoralistas, aparlamentarios, apartidarios (perdone el lector todas estas horribles palabras que abusan del "alfa privativa"). Tenemos ejemplos recientes de cómo todo este pudor por el Partido y por la política revolucionaria termina permitiendo a estos agrupados inestables y relajados, estar en los partidos oportunistas y burgueses, y hacer campañas electorales para inmundos traidores de clase. ¡Autonomía sobre todo!

Es indiscutible, y es material básico de toda la restauración del marxismo revolucionario realizada en la época de Lenin, que los más grandes partidos socialistas de Europa nos hicieron asistir a una bancarrota vergonzosa. No nos extenderemos más sobre Vladimir, que durante tres semanas estuvo inabordable incluso para su incomparable compañera, pisoteaba los diarios sin poder dar crédito a las noticias y caminaba furioso en la pequeña habitación suiza como una fiera enjaulada.

No cambiamos nada a cuánto hemos dicho y hecho siempre contra los parlamentarios traidores que habían votado los créditos de guerra y entrado en los gobiernos de la unión sagrada. Pero en Italiase desarrollo, con la ventaja de nueve meses de espera, la lucha por impedir la defección de los jefes del partido a pocos días de la orden de movilización. La dirección del partido resistía bien; el grupo parlamentario, en su mayoría de tendencia reformista, era contrario a la huelga general nacional, pero se comprometía a votar contra los créditos de guerra y el gobierno, y lo hizo unánimemente. Los que tuvieron la posición más derrotista fueron los jefes de la Confederación del Trabajo, cuyo sabotaje a la propuesta de huelga tuvimos que desenmascarar: decían temer por su fracaso, cuando en realidad lo que temían, por motivos de patriotismo burgués, era su éxito.

En todos los países fueron las grandes centrales sindicales las que remolcaron a los partidos políticos por la senda de la vergüenza inconmensurable. Así sucedió en Francia, en Alemania y en Austria. En Inglaterra, el monstruo de todos los tiempos, el campeón de la antirrevolución, el Labour Party, al cual están afiliadas las Trade-Unions (es decir, los sindicatos económicos), apoyó unánimemente la guerra, mientras que el pequeño partido socialista británico se mantenía en una actitud de oposición.

Los críticos sorelianos del parlamentarismo habían denunciado con razón muchas vergüenzas, pero no habían pensado que los diputados obreros que frecuentaban las antesalas de la administración burguesa eran incitados allí por aquellos organizadores sindicales que querían aportar concesiones materiales a sus afiliados. Como advirtió Lenin ( Engels y Marx a partir de las cartas sobre la contrarrevolución alemana de 1850), el oportunismo, cuyo bubón más clásico estalló en ese momento, no tiene su origen en la traición o en la vileza de los jefes revolucionarios, sino que estas no son más que sus manifestaciones inseparables. El oportunismo es un hecho social, un compromiso entre las clases que se produce en profundidad, y sería una locura no verlo. El capitalismo ofreció un pacto a los obreros industriales exentos del servicio militar. Si en Italia el Sindicato Ferroviario se opuso a la Confederación General del Trabajo en la cuestión de la huelga, en la que sus afiliados corrían el riesgo de perder su exoneración, fue por fuerza política y por los vínculos que existían abiertamente entre este organismo obrero combativo y el ala extrema del partido marxista.

En la crisis de 1914, como en todas las demás análogas aunque menos clamorosas, los sindicatos, al nivel de sus círculos dirigentes, fueron bolas de plomo en los pies de los partidos de clase; los obreros no eliminaron esos círculos dirigentes (como tampoco lo hicieron los militantes de partido con sus jefes oportunistas, ni los electores socialistas con sus diputados), sino tras largos años de lucha. Los sorelianos no habían visto todo ese cúmulo de fenómenos evidentes cuando propusieron, como remedio contra el revisionismo, boicotear los partidos y refugiarse en los sindicatos obreros.

Mucho peor fue lo que sucedió en Francia y en Italia, donde existían incluso Confederaciones sindicales de la corriente anarcosindicalista. En Francia, ésta era mayoritaria, con su secretario Jouhaux, soreliano hasta la médula y enemigo del partido y de su grupo parlamentario. Pero Jouhaux, seguido por toda su organización y sus masas (salvo minorías absolutamente insignificantes al comienzo), no fue el único que siguió la política patriotera de los diputados socialistas, sino también el famoso y docto anarquista Eliseo Reclus, y el más famoso (aunque asno) Gustavo Hervé, jefe de los antimilitaristas europeos, director de la Guerra Social, organizador del "citoyen-Browning", o ciudadano-revólver, que se había comprometido a plantar el drapeau tricolore dans le fumier, la bandera francesa en el estiércol; esto cambió el nombre del diario por el de La Victoire, dirigió la más venenosa campaña de odio contra los boches y acabó enrollandose en el estiércol digno de él.

Por consiguiente, de las filas sorelianas no salió nada mejor que de las del partido S.F.I.O. que, en cuanto a marxismo, ya por entonces no valía tres perras falsas. Los sindicalistas "apartidarios" tuvieron el mismo fin que los Guesde y los Cachin, que vinieron a comprar con los francos del estado francés el diario de Mussolini (el segundo de ellos fue más tarde comunista y, después del paréntesis hitleriano, antifascista resistente).

En Italia existía, frente a la Confederación del Trabajo, la Unión Sindical Italiana. Por más impregnada que estuviese de bajo reformismo, la primera no se adhirió jamás a la política de guerra. Pero los anarcosindicalistas se dividieron en dos Uniones sindicales: una contraria a la guerra; la otra, con De Ambris y Corridoni, notoriamente intervencionista. Mejor prueba dio el partido, porque cuando Mussolini salió de él en 1914, en la reunión de expulsión de la sección de Milán ni una sola voz se elevó para defenderlo.


 

La organización de fábrica

La propuesta de renunciar al partido político proletario para desplazar el baricentro de la lucha política revolucionaria al sindicato de oficio, comporta teóricamente el abandono total de las bases de la doctrina marxista, y solo puede ser propuesta por quienes -como hicieron al final los sorelianos y como habían hecho los bakuninistas- abjuran de su credo filosófico y económico; mientras que en su balance histórico se muestra carente de todo fundamento. El razonamiento de que en el partido pueden entrar elementos que no son de origen estrictamente proletario, que terminan por asumir los puestos directivos, mientras que esto no sucedería en los sindicatos, lo cual no es cierto, queda vacío de contenidos por los más clamorosos ejemplos históricos, de variada consistencia.

La estrechez del horizonte sindical respecto al político reside en el hecho de que aquél no tiene un fundamento de clase, sino apenas de categoría, y padece la rígida separación medieval de los oficios. La más reciente transformación del sindicato de oficio (o profesional) en sindicato de industria no representa un paso adelante. En esta forma, por ejemplo, un obrero carpintero que trabaja en la fábrica de automóviles formará parte de la confederación metalúrgica, y no de la maderera. Pero las dos formas tienen en común el hecho que en la base, el contacto entre los afiliados se establece solamente entre elementos que tienen en común (y por consiguiente tratan) solo los problemas de un sector productivo limitado, y no todos los problemas sociales. La síntesis de los intereses de los grupos proletarios locales profesionales e industriales se hace solamente a través de un aparato de funcionarios de las organizaciones.

Por lo tanto, la superación de la estrechez de intereses se realiza únicamente en la organización de partido, que no separa a los proletarios por profesión ni por sector productivo.

Después de la primera guerra mundial, al ser evidente para todos que la traición a la causa socialista recaía no solo en los grupos parlamentarios y en los partidos, sino también en las grandes organizaciones y confederaciones sindicales, tuvo gran impulso la sobrevaloración de una nueva forma de organismo inmediato de los proletarios industriales: el consejo de fabrica.

Los teóricos de este sistema pretendieron que podía expresar mejor que cualquier otro la función histórica de la clase trabajadora moderna, a un doble nivel. Para ellos, la defensa de los intereses de los obreros frente al patrón pasaba del Sindicato al Consejo de Fábrica, aunque ligado a los otros en el "Sistema de los Consejos" según la localidad, las regiones y las naciones, y según los sectores industriales. Pero surgía una nueva reivindicación: la del control de la producción y, más alejada, la de la gestión. Los consejos reivindicarían no solo tener voz en el trato de los obreros por parte de la empresa en cuanto a salarios, horarios y toda otra cuestión, sino también en las operaciones técnicoeconómicas dejadas hasta entonces a la decisión de la empresa: programas de producción, compras de materias primas, destino de los productos. Una serie de “conquistas” en esa dirección se ponía como meta la gestión obrera total, es decir, la eliminación efectiva, la expropiación de los patronos.

Este espejismo, que podía seducir al principio, al menos en Italia, fue enseguida considerado como totalmente engañoso por los marxistas revolucionarios. Desde esta perspectiva quedaba eliminada la cuestión del poder central, porque se admitían como coexistentes (¡un primer ejemplo de coexistencia del lobo y del cordero!) el poder del estado burgués y un grado avanzado de control obrero e incluso una cuota de gestión obrera sobre un cierto número o conjunto de empresas.

No se trataba sino de un nuevo revisionismo, de un reformismo en edición más bien empeorada en vez de mejorada, si se tiene en cuenta que en este sistema hipotético se desvanece -al entrelazarse las gestiones locales- el plan social de la producción y de la economía, que los revisionistas clásicos confiaban a un estado político conquistado pacíficamente por la clase obrera.

Es fácil establecer, en cuanto a doctrina, que se trata de un sistema tan antimarxista como el del sindicalismo soreliano. Con procedimientos similares vemos eliminados del desarrollo del drama a los personajes sospechosos: Partido de clase y Estado de clase, mientras que los revisionistas clásicos se limitaban al sabotaje abierto de la violencia de clase y de la dictadura de clase, en el aspecto formal. En ambos casos, lo que desaparece, en substancia, son la revolución y el socialismo.

Al continuar en los decenios siguientes dando crédito a la desconfianza banal hacia las dos formas indicadas, Partido y Estado, se ha llegado a confundir el "contenido del socialismo" con estos dos postulados: control obrero de la producción, gestión obrera de la producción. Y eso sería el nuevo marxismo.

¿Acaso dijo Marx cuál es el "contenido del socialismo"? Marx no contestó a una pregunta tan metafísica. El contenido de un recipiente puede ser tanto el agua como el vino o cualquier líquido vil. En cuanto marxistas, podemos preguntarnos cuál es el proceso histórico que conduce al socialismo y podemos preguntarnos cuáles son las relaciones entre los hombres que se desarrollan "en el socialismo", o sea, en la sociedad ya no capitalista del mañana.

Teniendo en cuenta estos dos aspectos, son puras tonterías las siguientes respuestas: la del control de la producción en la fábrica, la de la gestión de la fábrica u otra que las acompaña a menudo, a saber, la de la autonomía del proletariado.

Si nos referimos al proceso histórico que conduce al socialismo a partir de la sociedad plenamente industrial capitalista, desde hace un siglo hemos indicado cómo lo vemos: formación del proletariado, organización del proletariado en partido político de clase, organización del proletariado en clase dominante. Solo a partir de este momento comienza el control y la gestión de la producción, no en la empresa ni por parte del consejo del personal, sino en la sociedad y por parte del estado de clase, dirigido por el partido de clase.

Si esta búsqueda del risible "contenido" se refiere a la sociedad plenamente socialista, con más razón las fórmulas de control obrero y gestión obrera pierden todo sentido. En el socialismo ya no existe la sociedad seccionada entre productores y no productores, porque ya no existe una sociedad dividida en clases. El contenido del socialismo (si se quiere emplear esta pobre expresión) no será la autonomía, el control y la gestión del proletariado, sino la desaparición del proletariado, del asalariado, del intercambio (incluido el último, o sea, el que se efectúa entre moneda y fuerza de trabajo) y, en definitiva, de la empresa. Allí no habrá nada que controlar ni administrar, nadie respecto a quien pedir autonomía. Estos sistemas ideológicos muestran en quien los adopta solamente su total impotencia teórica y práctica para luchar por una sociedad que no sea una mala copia de la sociedad burguesa. Piden la propia autonomía solo respecto a una ardua tarea, respecto a la fuerza del partido de clase, respecto a la dictadura revolucionaria. Un jovencísimo Marx, con un espíritu aún fresco de fórmulas hegelianas (en las que esa gente cree todavía hoy), hubiera respondido que quien busca la autonomía del proletariado encuentra la autonomía del burgués, eterno modelo del hombre (cf. La cuestión judía).


 

Historia de la fórmula del "socialismo de empresa"

Los Consejos de los ordinovistas italianos tienen precedentes en los países anglosajones, sus antepasados son los antiguos gremios o corporaciones, que no nacieron para la guerra contra un patrón burgués, sino para la guerra contra las demás corporaciones y contra formas señoriales y feudales.

Cuando se falsificó miserablemente la revolución rusa, haciendo del primer capítulo de la revolución proletaria europea una lucha de campesinos por la "conquista de la tierra", se creó el paralelo superficial de la "conquista de la fábrica". Por estas sendas se abandonó y se abandona la vía maestra de la conquista del poder y de la sociedad.

En su lugar, ya hemos tratado cómo Lenin liquidó este problema para Rusia, en la cuestión agraria y en la cuestión industrial, y no es preciso repetirnos (6). Sindicalistas y anarquistas del mundo entero retiraron sus simpatías a la revolución rusa cuando comprendieron que el "control obrero y campesino" de Lenin se derivaba del poderoso tronco del control del poder y concernía a las empresas que el estado ruso no podía todavía expropiar. Las tentativas de gestión autónoma de las fábricas debieron ser reprimidas, algunas veces con la fuerza, para evitar desastres económicos y sin sentido que hubieran sido antisocialistas por sus mismos efectos políticos y militares sobre la guerra civil.

Pronto fue disipada la confusión entre el Estado de los Consejos obreros, órganos territoriales y políticos, y la ficción ordinovista del Estado de los Consejos de empresa, autónomos en su propia gestión. A ese respecto, basta con leer las tesis del II Congreso de la Internacional Comunista sobre los sindicatos y los consejos de fábrica, que definen la tarea de esos órganos antes y después de la revolución. La clave de la solución marxista reside en la penetración del partido revolucionario en los unos y en los otros, y en su subordinación (¡en vez de autonomía!) al Estado revolucionario. En el trabajo sobre la cuestión rusa hemos expuesto las sucesivas discusiones en el partido al respecto.

Nos interesa tratar brevemente la experiencia italiana. En 1920 tuvo lugar el célebre episodio de la ocupación de las fábricas. Los obreros, manifiestamente descontentos con el pusilanime comportamiento de los grandes sindicatos confederados, empujados por la situación económica y por las intenciones ofensivas de los industriales después de la primera euforia posbélica, se atrincheraron en las fábricas, tras haber expulsado de ellas a los dirigentes, poniéndolas en estado de defensa e intentando en numerosas localidades continuar el trabajo y, a veces, disponer comercialmente de los productos manufacturados.

Este movimiento hubiera podido tener desarrollos grandioso si en aquel momento, en septiembre de 1920, el proletariado italiano hubiese contado con un partido revolucionario fuerte y decidido. Estaba, por el contrario, propagándose plenamente la crisis del partido socialista tras el congreso unitario de Bolonia de 1919, al que siguió la estrepitosa victoria electoral con 150 diputados en el Parlamento, y estaba desarrollándose también la crisis del falso extremismo de los "maximalistas" de Serrati, que solo se resolvería en enero de 1921 con la escisión de Livorno. Las decisiones eran siempre remitidas a híbridas convocatorias de la dirección del partido (con algunas de sus organizaciones periféricas, rivales entre las diversas tendencias), así como de los parlamentarios socialistas y de los jefes de la Confederación del Trabajo. La izquierda sostuvo en vano que solo el partido debía afrontar semejantes problemas de lucha política obrera y dar las consignas: los diputados y los organizadores sindicales no tenían más que seguirlas, en cuanto miembros del partido. Se trataba de acciones a escala nacional y genuinamente políticas.

Por otra parte, en una la orgía de falsas posiciones extremistas se reveló la prueba de cuán ruinosa es la falta de sólidas bases doctrinales en el partido. Se confundió el generoso movimiento de invasión de las fábricas con la constitución en Italia de los Soviets, o Consejos obreros, y se habló de proclamarla por parte de los mismos que se oponían a la consigna de la conquista del poder. Fueron olvidadas las posiciones netas de Lenin y de los Congresos mundiales según los cuales los Soviets no son organismos que puedan coexistir con el estado tradicional, sino que surgen en un periodo de lucha abierta por el poder, cuando el Estado vacila, para sustituir a los órganos ejecutivos y legislativos burgueses. En la confusión general y en la absurda colaboración entre revolucionarios y legalistas, el movimiento cayó en la impotencia.

El jefe burgués Giolitti tuvo una visión mucho más clara. Incluso desde el perfil constitucional, habría podido disponer, con las fuerzas armadas, la expulsión de los obreros que habían ocupado las fábricas. Se guardó bien de hacerlo, a pesar de las incitaciones de las fuerzas de derecha y del naciente fascismo. Los obreros y sus organizaciones no mostraban ninguna intención de salir armados de las fábricas, ocupadas y prácticamente inertes, para atacar a las fuerzas burguesas e intentar adueñarse de las sedes de la administración y de la policía; el hambre los empujaría a abandonar la insostenible posición que habían asumido. Giolitti no hizo disparar prácticamente ni un solo tiro, pero el movimiento fracasó míseramente, y bien pronto los dirigentes y patronos capitalistas recuperaron la posesión y la dirección de las fábricas en las mismas condiciones que antes, después de un desdeñable número de incidentes. La tormenta había pasado sin ninguna molestia seria para el poder y el privilegio de clase.

Toda la historia italiana de los años de la posguerra demuestra claramente cómo, aun en condiciones favorables, la lucha proletaria está destinada al fracaso cuando falta el partido revolucionario capaz de plantear la cuestión del poder de manera radical; y la historia del fascismo lo confirma.

Se trató de la bancarrota de la fórmula que quiere sustituir la revolución en pro del control político de la sociedad, el asalto al Estado burgués y la instauración de la dictadura proletaria por la ilusión mezquina del control y la conquista de la empresa de producción por parte de los obreros, organizados en consejos de fábrica que agrupan a todo el personal, sin tener en cuenta las directivas políticas ni la pertenencia a los partidos.

La corriente italiana del ordinovismo no llegó entonces a sostener la inutilidad del partido, porque las vicisitudes de la Tercera Internacional la llevaron a converger en la táctica de mantener contactos entre los diversos partidos proletarios, incluso reformistas y oportunistas, y porque su ideología era la de un frente único de clase entre obreros, industriales y pequeñoburgueses. Pero los acontecimientos ulteriores y la historia del triunfo del oportunismo en Italia y en la Internacional mostraron lo peligrosas que eran, como punto de partida, la doctrina del Consejo de fábrica que se basta a sí mismo y a la causa revolucionaria y la ilusión de que para la victoria del comunismo sea suficiente el traspaso de la empresa aislada de producción de las manos del patrón a las del personal, independientemente de la cuestión general de una nueva organización de toda la vida humana, en la que el viejo esquema productivo, al que se adhieren las redes inmediatas de los organismos sindicales y de empresa, ha de ser primero denunciado y después destrozado hasta los cimientos.


 

Vano retorno a fórmulas sin contenido

A cada etapa del proceso de involución que la gran tragedia rusa nos presentó y nos presenta, se suceden las tentativas de volver a dar vida a formas de organización proletaria diferentes de aquellas sobre las que los grandes pioneros de la Revolución de Octubre fundaron el inmenso esfuerzo que los condujo a la vanguardia de la amenazante avanzada proletaria y anticapitalista al final de la primera guerra mundial: el Partido político y la Dictadura proletaria.

De esa ansiosa desconfianza hacia el Partido y el Estado, formas de organización indispensables para un vuelco histórico en la relación de dominación de clase, no saldrá jamás ninguna útil construcción teórica ni práctica en pro de la gran reanudación del movimiento de clase. La pueril objeción se reduce a la convicción de que existe en la propia naturaleza del hombre una insuperable condena a transformar el ejercicio del poder, haciéndolo pasar de defensa de la causa de las fuerzas sociales que han dado el mandato a la red "jerárquica" (la palabra es exacta), a defensa de los intereses personales y la vanidosa codicia del individuo revestido de las funciones de poder en el partido y en el Estado.

El marxismo consiste en la demostración de la inexistencia de esta fatal condena, así como en la demostración de la existencia de una dependencia en las acciones de los individuos de fuerzas desarrolladas por los intereses generales, tanto cuando se trata de acciones de individuos que reaccionan como simples moléculas de la masa paralelamente a otras, como -y sobre todo- cuando se trata de unidades colocadas por la dinámica social en los puntos claves, cruciales, de la lucha histórica.

O leemos la historia como marxistas, o recaemos en las masturbaciones escolásticas que explican acontecimientos colosales por las maniobras del monarca que consigue ligarlas entre sí como el efecto de una causa eficiente, que sería la transmisión de la corona a su heredero o a su linaje, con las hazañas del comandante miliar ¡a quien le empujaba la intención de ser glorificado e inmortalizado por la posteridad! El vínculo entre una previsión consciente, una voluntad motriz y un resultado directo que "plasma" la sociedad y la historia es algo que nosotros consideramos vedado al individuo, no solo al pobre diablo-molécula perdido en el magma social, sino sobre todo al coronado, al que lleva el cetro, al revestido de cargos, honores y cuyo nombre va precedido por una constelación de títulos e iniciales mayúsculas. Es justamente ese hombre el que no sabe lo que quiere y no logra lo que pensaba, y al cual, si se nos disculpa la noble imagen, el determinismo histórico reserva la dosis más alta de patadas en el trasero. Es el jefe, si se acepta nuestra doctrina, quien reviste al máximo la función de marioneta de la historia.

La sucesión de todas las revoluciones, cuando son estudiadas como superación de las formas productivas, nos muestra una fase dinámica en la que la regla es que los combatientes -fuerzas que expresan una determinante social hacia un mayor bienestar- soportan en todas sus filas los más grandes sacrificios e inmolan, además de la vida física, la "carrera hacia el poder", obedeciendo a las fuerzas aún por descifrar que acompañan al parto histórico de la forma social del mañana. En la fase histórica final de toda forma, esta dinámica social se descompone porque otra forma opuesta está surgiendo de ella, y la defensa conservadora de la forma tradicional tiende a manifestarse como asegurada por egoísmos personales, por el neutralismo individual de quienes no actúan porque piensan “a mí qué me importa”, por una grosera corrupción, como han venido ejemplificando extorsionadores de todas las épocas, pretorianos, cortesanos feudales, sacerdotes disolutos y los ínfimos burócratas de la especulación burguesa actual.

Y a pesar de esto, la defensa de la forma capitalista contra su caída, aun en el pantano social del cinismo y la arrogancia existencial de todos sus esbirros y compinches, sigue todavía estando asegurada y continua siendo conducida con vigor por las redes organizadas de los Estados y por los propios partidos políticos de la clase dominante que, en diversas encrucijadas históricas, han mostrado cómo se organizan sólidamente en una única fuerza contrarrevolucionaria (y con esto no aludimos solamente a la Alemania nazi y a la Italia fascista, sino también a la misma Inglaterra, a la Norteamérica actual y a la Rusia contemporánea, si se sabe mirar un poco más allá de la hipocresía cortical). Y entre otras cosas se nos ha mostrado cómo osan venir a robarnos la potencia ardiente de nuestros secretos sobre la geología de los subsuelos históricos.

¿Nosotros, precisamente nosotros, deberíamos ser tan cobardes como para deshonrar la fuerza y la forma que nuestra propia e irrefrenable energía deberá revestir, el Partido revolucionario y el Estado de hierro de la dictadura, que sin duda tendrán en los nudos de su red a individuos que ejerzan funciones particulares, pero que revelarán que no maniobran ni deciden intrigas secretas ni sorpresivas, sino que proceden según la línea férrea de la tarea que el devenir histórico ha prescrito a los órganos de la irreversible revolución de las formas económicas y sociales?

La propuesta de buscar garantías contra la degeneración de un jefe o del responsable de una función cualquiera en organismos diferentes del Partido demuestra que se ha renegado de toda nuestra construcción doctrinal, y no otra cosa.

En efecto, la red de los "jefes" y de los "jerarcas" existe en esos organismos al igual que en el partido; en general, ni siquiera está formada solamente por obreros, y un aspecto claro y doloroso de la experiencia histórica ha enseñado que el exobrero que ha dejado el trabajo por el sindical es, en general, más proclive a traicionar a su clase que el elemento venido de los estratos no proletarios; los ejemplos se podrían dar a millares.

Toda esa palinodia es presentada comúnmente como un acercamiento, un vínculo más estrecho, una adherencia más estricta a las "masas". ¿Qué son las masas? Son la clase sin energía histórica aún, es decir, sin un partido que la suelde a su histórica vía revolucionaria; y por consiguiente, son la clase que está ligada y adherida únicamente a su situación de sumisión, a las cadenas de su distribución en la organización social burguesa. O bien, en ciertas situaciones históricas, las masas se desbordan cuantitativamente de la "clase" obrera porque comprenden estratos semiproletarios.

Nuestra exposición muestra, con fidelidad absoluta a los dictámenes de la escuela marxista, un doble momento histórico de esta situación, y en tal distinción puede sintetizarse cuanto precede.

Cuando la revolución burguesa tenía todavía que estallar y se trataba de abatir las formas feudales, como en el caso de la Rusia de 1917, en estos estratos del "pueblo" no proletario existían fuerzas y energías dirigidas contra el poder del Estado y los vértices de la sociedad: dando un paso decidido hacia adelante, esos estratos podían integrar al proletariado de la época no solo aumentando sus efectivos numéricos, sino también añadiendo un factor de potencial revolucionario, utilizable en la fase de transición, bajo la condición de la clara visión histórica y de la potente organización autónoma del Partido de la dictadura obrera, así como de su hegemonía, garantizada por los vínculos con el proletariado mundial. Agotada la presión revolucionaria antifeudal, ese "marco" que rodea al proletariado revolucionario y clasista se vuelve no solo igual de reaccionario sino aún más retrógrado que la gran burguesía. Todo paso para ligarse a él es oportunismo, destrucción de la fuerza revolucionaria, solidaridad con la conservación capitalista. Hoy en día esto vale para todo el mundo blanco.

Los actuales oportunistas rusos, en su carrera arrolladora hacia la abominación de toda dirección revolucionaria, no han tirado todavía, es cierto, la forma partido a la chatarrería, pero en cada nueva etapa de su involución se justifican con el llamamiento a las masas, de cuya solidaridad se jactan a su gusto y en beneficio propio.

No es necesario dar aquí otra prueba a posteriori, e histórica, de la inconsistencia de esa antigua, solapadamente engañosa y fastidiosa receta, ni de cómo ésta estuvo en la base de la liquidación del partido revolucionario.

 

Tercera parte

Desnaturalización pequeñoburguesa de los caracteres de la sociedad comunista en las concepciones "sindicalistas" y "socialista de empresa" del encuadramiento proletario


 

El Partido es insustituible

La pretensión de una completa adherencia entre la estructura de la organización obrera de lucha y la red de producción de la economía burguesa, pretensión llevada a su expresión extrema en el sistema de Gramsci, y que hoy reivindican diversos grupos de críticos de la degeneración estalinista, acompaña (y no podía ser de otro modo) su impotencia de acción a su incapacidad para distinguir los caracteres que oponen la estructura económica de hoy a la de la sociedad comunista que, a través de la victoria de clase del proletariado, reemplazará mañana a la sociedad capitalista. En esto queda muy por debajo de los resultados clásicos de la crítica hecha por el marxismo a la economía actual.

Su error económico es idéntico a los que muestra el sistema estalinista y que han sido enormemente agravados por las fases postestalinistas inauguradas con el XX Congreso ruso, precisamente cuando comenzaba la campaña de crítica y corrección a Stalin. El error es siempre el mismo y consiste en vislumbrar el espejismo de una sociedad en la que los obreros hayan ganado la partida contra los patronos en el seno de la comuna, del oficio y de la empresa, pero permaneciendo aprisionados en el seno de una economía de mercado superviviente, sin advertir que eso es lo mismo que el capitalismo.

Los caracteres de una sociedad no capitalista y no mercantil tal como resultan del verdadero estudio marxista, cual fruto de una previsión crítica y científica libre de cualquier "gota" de utopía, pueden ser alcanzados y poseídos, en su forma programática, solo por el partido, en tanto en cuanto es precisamente el partido el que no está sometido a la esclavitud de “adherirse” al encuadramiento que el capitalismo impone a la clase productora. Las vacilaciones frente a la necesidad de la forma-Partido y de la forma-Estado se transforman en la pérdida completa de las conquistas programáticas en lo referente a la antítesis total entre las formas comunistas respecto de las capitalistas, de la cual era bien consciente el partido de la escuela marxista. Será suficiente pensar en los postulados del programa marxista: abolición de la división técnica y social del trabajo (lo que significa la ruptura de los límites entre diferentes empresas de producción), abolición del contraste entre la ciudad y el campo, síntesis social de la ciencia y de la actividad práctica humana, para comprender cómo todo esbozo "concreto" de la organización y de la acción proletaria que se proponga reflejar en sí la estructura actual del mundo económico se condenará a no superar los caracteres y los límites propios de las actuales formas capitalistas y, al mismo tiempo, a no comprender su propia naturaleza contrarrevolucionaria.

La vía para superar esta situación de inferioridad pasa, a través de una larga serie de conflictos, por órganos constituidos sin ningún material y sin ningún modelo tomado de los órganos del mundo burgués, y que solo pueden ser el Partido y el Estado proletario, en los cuales se cristaliza la sociedad del mañana antes de existir históricamente. En los órganos que llamamos inmediatos, que reproducen y conservan la impronta de la fisiología de la sociedad actual, no puede virtualmente cristalizarse más que la repetición y la salvación de esta última.


 

La forma comunal

La estrecha visión de los libertarios que polemizaban con Marx en la Primera Internacional alrededor de 1870, y que ya hemos recordado, así como la extravagancia del muy difundido prejuicio de ser "más avanzados" que Marx se hacen evidentes por el hecho de que, en la condena histórica de la economía burguesa, no comprendieron (a pesar de oponerse verbalmente al militarismo y al patriotismo) la potencia del traspaso que va de su análisis en el marco nacional a la investigación de sus leyes de difusión mundial o a la importancia de la formación del mercado internacional.MientrasMarx se eleva sobre este último coronamiento de la descripción de la tarea de la burguesía moderna, más allá de la cual no prevé otra etapa más que la conquista de la dictadura proletaria en los estados avanzados del mundo y hace seguir a la destrucción de los estados nacionales, nacidos con el capitalismo, un poder internacional cada vez más vasto del proletariado-Los anarquistas, en cambio, proponen la destrucción del estado capitalista para sustituirlo (cuando no precisamente por la ilimitada autonomía de todo individuo, incluso ya burgués), por la autonomía de pequeñas unidades humanas que serían las comunas de los productores, autónomas también unas respecto de las otras después del derrumbe del estado central.

No se ve en qué difiere de la sociedad burguesa actual esa forma abstracta de sociedad futura fundada sobre las comunas locales, ni qué formas económicas diferentes de las actuales nos pueda ofrecer. Los que, como Bakunin y Kropotkin, han procurado bosquejarla, no han hecho sino ligarla a ideologías filosóficas en vez de a un análisis crítico de las leyes de la producción históricamente constatables hasta hoy. Cuando han tomado dicha crítica de Marx, no han sabido extraer más que una mínima parte de sus conclusiones: impresionados por el concepto de plusvalía (que es un teorema económico), no apoyaron en él más que la condena moral de la explotación y vieron su causa en el hecho del "poder" del ser humano sobre el ser humano. Permaneciendo rezagados y a un nivel por debajo de la dialéctica, no podían comprender, por ejemplo, que en el traspaso de la apropiación del producto físico y del trabajo del siervo por parte del señor feudal hacia la producción de plusvalía en el capitalismo hubo una efectiva "liberación" de formas más pesadas de servidumbre y de opresión, aun persistiendo la necesidad de una división en clases y de un poder de Estado, en provecho de la burguesía, pero también, en aquella fase, en beneficio de todo el resto de la sociedad.

Uno de los principales motivos del mayor rendimiento de los esfuerzos de todos los hombres, y de una mayor remuneración media a igualdad de esfuerzo, ha sido la formación del mercado nacional y la división del trabajo productivo en ramas de industria que intercambiaban sus productos semielaborados y elaborados en una esfera de libre circulación, con la tendencia cada vez más enérgica a extenderlo aun fuera de las fronteras de cada Estado.

Crecida, en plena coherencia con toda la descripción marxista, la riqueza de la burguesía y la fuerza de cada uno de sus estados y, con ello, la producción de la plusvalía (que no implica inmediatamente que se produzca un aumento del importe absoluto descontado en detrimento de la clase inferior, en cuanto es compatible, entre otras cosas, con una cierta disminución de la jornada de trabajo y un aumento general del campo de satisfacción de las necesidades), para demoler el sistema capitalista no tiene ningún sentido la idea de que se tenga que volver atrás, rompiendo el Estado nacional en los islotes de poder que caracterizaban el medioevo preburgués. Por consiguiente, es incluso retrógrada la idea de volver a encerrar la economía en esos límites estrechos de los círculos de producción y consumo, con el único objeto de eliminar de cada pequeño círculo los costes de los pocos ociosos que no trabajan.

Es evidente que en este sistema de comuneros igualitarios, el coste de la nutrición diaria calculado en horas de trabajo de todos los miembros adultos de la comuna (dejamos el pequeño argumento: ¿quién obligará a trabajar a los que no querrán hacerlo?) resultará sin duda más alto que en una nación, digamos en la Francia moderna, en la que la circulación económica entre comuna y comuna sea permanente y se haga llegar un determinado producto manufacturado de la zona donde se produzca con menor dificultad, a pesar de que haya "cien familias" que se llenen gratis el estómago.

No quedaría a las comunas más que tratar entre ellas en un marco de libre cambio y, aun admitiendo que únicamente una "conciencia universal" regulase pacíficamente esas relaciones entre los núcleos económicos locales, nada impediría que, con la oscilación de equivalencias entre mercancía y mercancía, se realizasen sustracciones de plusvalía y de plustrabajo entre una comuna y otra.

Este sistema imaginario de pequeñas comunas económicas se reduce a una caricatura filosófica del self-government, del autogobierno de los pequeños burgueses de todos los tiempos. Es fácil ver que se trata de un sistema tan mercantil como el de la Rusia de Stalin y el de la Rusia cada vez más antiproletaria de sus sucesores, un sistema de equivalentes monetarios (¡¿sin un Estado que acuñe moneda?!) totalmente burgués, más pesado para el productor medio que un sistema de grandes industrias nacionales e imperiales.

 

La forma sindical

Hemos desarrollado la parte históricopolítica de la crítica a la concepción sindicalista de la lucha proletaria, mostrando la insuficiencia doctrinal y la prueba negativa, en la experiencia pasada, de la fórmula: sindicato contra Estado burgués, presentada con el intento de prescindir del órgano de lucha constituido por el Partido político y del órgano de dirección social representado por el Estado revolucionario de Marx, tan indispensable como históricamente transitorio.

En la ideología de Sorel y de sus secuaces, el sindicato bastaba, por sí solo, tanto para la función de dirección de la lucha como para la organización y gestión de la economía proletaria, ya no capitalista. En esta parte demostraremos cómo esta posición solo es posible en la medida en que se confunden y se decoloran los caracteres de la forma de producción opuesta y posterior al capitalismo, hasta convertirla en una imagen que se sitúa fuera de la historia, que no se realizará, que no es realizable y que vive exclusivamente en las ilusiones de un pensamiento semiburgués, nutrido por cierto odio contra la alta burguesía patronal, pero impotente para comprender la profundidad de la antítesis entre la sociedad actual y la que surgirá de la victoria del proletariado.

El oportunismo de todas las épocas ha aportado mucha confusión acerca del programa de la forma social futura, tal como fue propugnado por los partidos políticos que ostentaban sus orígenes marxistas, y del que se avergonzaroaron hasta sostener que era totalmente pleonástica la formulación de semejante programa histórico final, al que se llamó máximo, no tanto para contraponerlo a un programa inmediato y "mínimo", como para ridiculizar su exigencia. Larga fue y será la lucha para probar que los rasgos decisivos de tal programa los poseemos desde la primera aparición de la corriente revolucionaria marxista. Pero mayor aún es la indeterminación en la visión de ese sistema social que surgiría de la victoria de los sindicatos económicos sobre la patronal capitalista y de la destrucción y derrumbamiento del Estado político de la burguesía.

En la historia de las corrientes socialistas hubo muchas equivocaciones sobre las formas de simple cooperación que, aun en textos importantes, se han confundido con la forma económica socialista, cuando en realidad son hijas del utopismo premarxista. Pero su conexión con una perspectiva social de redes de cooperativas de producción será tratada más oportunamente cuando tengamos que ocuparnos más tarde de la corriente del socialismo de empresa, de los Consejos de fábrica. En presencia de una visión sindicalista soreliana de la sociedad en función tras la derrota de los capitalistas, tenemos ante todo el deber de preguntarnos si su célula constitutiva será el sindicato de oficio local, de pequeñas circunscripciones territoriales, o bien el sindicato de oficio nacional y, en potencia, internacional.

No debemos olvidar que en el engranaje de las organizaciones económicas de defensa, tal como se presentaba a fines del siglo XIX y a principios del XX (con particular nitidez en los países latinos), una entidad conquistó la primacía por su dinámica actividad, y fue la Cámara del Trabajo, que en Francia se llamó menos felizmente "Bourse du Travail" (Bolsa del Trabajo). Si la primera denominación apesta a parlamentarismo burgués, la segunda es peor porque evoca un mercado del trabajo, una venta de los trabajadores al mejor postor de entre los patronos, y parece más alejada del contenido de una lucha extirpadora que el principio mismo de la patronal.

Sea como fuere, mientras cada liga aislada y las propias federaciones nacionales de las mismas, órganos menos unítarios y centralizados, se resentían fuertemente de la limitación padecida por una categoría profesional preocupada por reivindicaciones precarias y estrechas, las Cámaras del Trabajo urbanas o provinciales, desarrollando la solidaridad entre obreros de oficios y de lugares de trabajo diferentes, eran llevadas a plantearse problemas de clase de un orden superior, y de corte netamente político; discutían verdaderos problemas políticos, no en el sentido electoral ordinario, sino en el de acción revolucionaria, aunque el carácter local no pudiese sustraerlas completamente a los defectos que hemos examinado en la crítica de las formas "comunalistas" y localistas.


 

Vigor de las formas intersindicales

Podríamos citar episodios de los años rojos de la primera posguerra en Italia, en los que el órgano específico y vivaz de la Cámara del Trabajo, llamado Consejo General de las Ligas, decidió poner en práctica agitaciones y movilizaciones de larga duración, según los vigorosos llamamientos hechos abiertamente en nombre de los grupos socialistas, y después comunistas, aun sin la convocación formal por parte de los funcionarios sindicales. En Francia, en los primeros años del siglo estaba a la orden del día el temblor de la "Sûreté" (Policía francesa) por las oleadas de movimientos que partían de las "Bourses du Travail". Estas, sin saberlo, eran órganos políticos de lucha por el poder, pero las camarillas de bonzos confederales reformistas, e incluso a veces anarquistas, especulaban con su aislamiento local para impedir movimientos de alcance nacional (como en el caso de la huelga internacional que se intentó en 1919 en defensa de Rusia, agredida por los ejércitos burgueses y de la Entente).

En el mes de septiembre de 1920, durante la ocupación de las fábricas en Italia, los tenderos burgueses aterrorizados levantaron sus puertas metálicas dejando formar depósitos de objetos de consumo en las Cámaras del Trabajo que los distribuían entre los desempleados: función que verdaderamente transcendía los problemas sindicales de remuneración del trabajo, y que por su gran mérito no hizo perder la sangre fría al procurador supremo del orden constituido, Giovanni Giolitti, quien no nos procesó por ladrones, cosa que hubiera sido jurídicamente de todo rigor.

En la fase fascista que siguió, las acciones, no de las escuadras de Mussolini, que en su momento sufrieron una serie de sangrientas derrotas, sino de las fuerzas armadas estatales, incluida la artillería (Empoli, Prato, Sarzana, Parma, Ancona, Foggia, Bari, en la que hizo fuego hasta la marina militar), solo triunfaron después de reiterados asaltos contra la defensa armada de los obreros que habían transformado en fortalezas las sedes de las Cámaras del Trabajo.

En la huelga de agosto de 1922 faltó la coordinación nacional de esta defensa, intentada solamente por el joven Partido Comunista, debido a la traición de las centrales sindicales y del partido mayoritario de los maximalistas-reformistas que lograron frenar por enésima vez la agitación justo en las ciudades más grandes, en las que el movimiento fascista no contaba para nada, habiéndose apoderado solamente de Bolonia y Florencia, pero no de Milán, Roma, Génova, Turín, Nápoles, Venecia, Palermo, por desgracia ligadas legal y pacíficamente a los centros paralizadores. Esa fue la fecha, y no octubre de 1922 con la comedia de la marcha sobre Roma, de la victoria del capitalismo italiano sobre la revolución proletaria, asesinada por la tabes infame del oportunismo. Y con esto dejamos el tema italiano.

En la red sindical, entonces, vemos impotente sobre todo el sindicato local y la federación profesional nacional, con la central nacional controlada en casi todas partes por los partidos oportunistas, mientras que la única sede de una acción de clase residía entonces en las sedes intersindicales de ciudades y provincias.

En la fase actual de la oleada del oportunismo estalinista, hasta ese último recurso ha sido destruido, ya que la Cámara del Trabajo, como sede de encuentros febriles de los trabajadores más combativos, ha dejado de existir (tradicionalmente eran millares los trabajadores presentes en las reuniones nocturnas, y era fácil hacer llegar a la mañana siguiente sus decisiones a toda la zona). En su lugar, las clerigallas rosa y roja han construido un corredor con burocráticas filas de ventanillas, donde cada obrero, aislado e intimidado, va a preguntar cuáles son sus derechos o cuáles son las "disposiciones" que llegan de lo alto respecto a algún movimiento ridículo de los actuales, mascullando luego las consignas recibidas y sollozando por las huelgas castradas.


 

La función económica

Situémonos en la hipótesis de un movimiento victorioso contra las fuerzas del orden y de una actividad económica y productiva que hubiera comenzado a desarrollarse después de haber eliminado la dirección burguesa. Esta hipótesis sería menos irreal solo en el caso de una ciudad con fuertes organizaciones que tuviesen un centro único en su Cámara del Trabajo, aun así nos conduciría de nuevo a las objeciones que son válidas para la forma "comunal", aplicadas a la eventualidad de una victoria en una sola ciudad o provincia.

Para comprender, entonces, la frase de los sorelianos y consortes sobre la "gestión sindical de la economía futura" (sin repetir lo que hemos dicho acerca de la ilusión sobre la gestión de las comunas locales), solo nos queda imaginar un aparato de dirección económica que, en un país dado (con las habituales reservas sobre las posibilidades de vencer al capitalismo en un solo país, que son nulas si la victoria se repliega en sí misma), fuera repartido entre las direcciones nacionales de los sindicatos de categoría. Para fijar las ideas, imaginemos la organización de la producción del pan y otros productos similares por parte de la "Federación de Panaderos" y análogamente para todos los sectores de la producción y de la industria.

Es decir, conviene imaginar que todos los productos de un determinado tipo son puestos a la disposición de grandes organismos, una suerte de trusts nacionales, de los que los patronos capitalistas ya hayan sido eliminados; esos trusts deben decidir sobre la utilización total del producto (en el caso presente, pan, pastas alimenticias, etc.) de modo que reciban de los otros organismos paralelos todo lo que necesitan, tanto para el consumo por parte de sus integrantes como lo preciso en materias primas, instrumentos de trabajo, etc. Tal economía es una economía de intercambio, y la podemos concebir de dos maneras. En la más elevada (para comprendernos brevemente), ese intercambio tiene lugar solo en el vértice de todos estos sectores de producción, que distribuyen todo desde arriba hacia abajo a través de su jerarquía escalonada, como bienes de consumo y bienes de producción. El sistema de intercambio en la cúspide sigue siendo un sistema mercantil, es decir, tiene necesidad de una ley de equivalencia entre los valores de los stocks de mercancías de un sindicato y otro; es fácil prever que el número de los sindicatos será muy elevado, e igualmente fácil es ver que cada uno de ellos tendrá necesidad de negociar con casi todos los demás. Ni siquiera nos preguntamos quién establecerá el sistema de las equivalencias, ni qué es lo que garantizaría la atmósfera que caracteriza todas estas construcciones en su mayoría quiméricas, ni quién garantizaría la autonomía y la "igualdad" entre todos esos sindicatos de "productores". Mostrémonos "liberales" hasta el punto de creer posible que las diversas relaciones de equivalencia puedan surgir "pacíficamente" de equilibrios "espontáneos". Un sistema de medidas tan complejo no podría funcionar sin el expediente, ya adquirido desde hace milenios, del equivalente general, en una palabra, del dinero, medida lógica de todos los intercambios.

Resulta fácil concluir que esta forma más elevada de economía de cambio recaería por sí misma en la forma menos elevada. En tal sociedad, el manejo del dinero no tendrá lugar solamente en la cúspide y entre los trusts de producción (la palabra sindicato conviene aquí perfectamente), sino que ese poder será concedido a todo asociado del trust, o sea, a todo trabajador que tenga la posibilidad de "comprar" lo que quiera tras haber recibido de su sindicato vertical su cuota de moneda, en una palabra, un salario, como hoy, con la única pretensión (como en Dühring, Lasalle y otros) de no ser "no disminuido" por la alícuota del beneficio patronal.

La ilusión burguesa y liberal de que un sindicato es autónomo frente a otro cuando negocia con él las condiciones a las que cede su stock de productos (monopolizados) es inseparable de otra ilusión, la de que todo productor remunerado según el producto integral de su trabajo -absurdo ridiculizado por Marx- pueda hacer de él lo que crea mejor cuando se trata de decidir sobre sus gastos. Es aquí donde está la dificultad y donde estas "economías de productores" se revelan alejadas tanto de la economía social, que Marx llama socialismo y comunismo, como (e incluso más y peor) de la economía capitalista.

En la economía socialista el sujeto que delibera no solo en materia de producción, (acerca del cómo y del cuánto), sino también de consumo, ya no es el individuo, sino la sociedad, la especie. Ese es el punto capital. La autonomía del productor es una de las tantas frases democráticas vacías que no resuelven nada. El asalariado, el esclavo del capital, no es autónomo como productor, pero lo es hoy como consumidor, porque dentro de un límite cuantitativo (que no es del hambre pura y simple, según la ley de bronce del charlatán Lasalle, sino que se amplía bastante en el curso del desarrollo de la sociedad burguesa), él hace lo que quiere con el dinero de su paga.

En la sociedad capitalista, el proletario produce como lo quiere el capital (y de forma más general y científica, como lo quieren las leyes del modo capitalista de producción, como lo quiere el capital, monstruo extrahumano) y consume, dentro de ciertos límites, si no cuanto quiere, al menos si como lo quiere él mismo. En la sociedad socialista el individuo no será "autónomo" en la elección de sus actos de producción, y ni siquiera en la elección de sus actos de consumo, siendo ambas esferas impuestas por la sociedad y para la sociedad. ¿Por quién? es la pregunta imbécil. Conviene no vacilar en la respuesta. En una primera fase, por la “dictadura” del proletariado revolucionario, cuyo único órgano capaz de sentir con antelación el juego de las fuerzas del periodo siguiente es el partido revolucionario; en una segunda fase histórica, por la espontaneidad surgida de la difusión de una economía que haya abolido las autonomías de las clases y de las personas en todos los dominios.


 

La polémica es siempre la misma

A cada paso, nuestra discusión parece presentar fórmulas que sorprenden, y por tal motivo tenemos la obligación de demostrar, a través de pausas continuas y pacientes, que ésas son las fórmulas seculares de nuestra escuela de características tajantes. Inversamente, nos interesa mostrar por qué no podemos soportar, ni a los estalinistas clásicos ni a los retorcidos semiestalinistas hoy en auge, es decir, a esos antistalinistas que hoy se levantan como enjambres de langostas y que, al volver a entonar con los primeros la vieja canción de la corrección, del enriquecimiento del marxismo a la antigua, rompen todas sus lanzas contra los violadores de las "autonomías", demostrando así que atribuyen a estos estupros las continuas derrotas de la revolución (7).

¿Qué cosa han sacado ahora estos impacientes inventores de novísimos recursos? Nada menos (de una hoja del bien conocido y cada vez más ecléctico Cuadrifolio (8) que los escritos de Francisco Javier Merlino, el "socialista libertario", que se remontan al decenio de 1880-1890. Un precursor de la muy rancia receta que hoy cocinan con diversas e innumerables salsas: un torrente de pequeños diarios salidos para cantar “strofe a dispetto”* bajo la ventana de Palmiro Togliatti, sin comprender que para esa receta el pobre Palmiro es un chef respecto al cual, ellos, los disidentes, no son más que pinches. La receta es esta: ¡la salvación está en un injerto entre los valores de socialismo y libertad!

La ideología del "salvador", (de Marx y de la ciencia revolucionaria) del viejo y muy confuso Merlino, seria hoy un triunfo de los movimientos de 1905 y 1917 en Rusia, pero sobre todo, en los polacos y húngaros de 1956, a los que se les agrega hasta la "experiencia" (!) yugoeslava (9).

Las fórmulas de Merlino están sacadas, entre otras cosas, de un artículo sobre el "Programa de Erfurt" de 1891.Nada mal para los actualizadores. Tales fórmulas caen en la notoria confusión, disipada por nuestra escuela en la primera posguerra, entre el estúpido "Estado libre popular" de la socialdemocracia alemana y la potente posición central de Marx sobre la dictadura proletaria, sin tener en cuenta que debido a ello Marx y Engels (desde 1875) estuvieron a punto de desautorizar a los alemanes, como mencionaremos más adelante. Mientras tanto, veamos lo que dice Merlino: "El poder de dirección, de gestión y de administración tiene que pertenecer, en la sociedad socialista, no a un Estado Popular y Obrero mítico, sino a las propias asociaciones de los trabajadores, confederadas entre sí". "¿Se quiere entregar todo en las manos de un poder central, o se consiente a las asociaciones obreras el derecho de organizarse a su manera, tomando posesión de los instrumentos de trabajo?". "No un gobierno o administración central, que formarían la más exorbitante de las autocracias, sino las asociaciones de trabajadores, debida y libremente confederadas".

Esas fórmulas nos son extremadamente útiles, y aprovechamos la ocasión para establecer que ellas plantean bien lo que piensan Togliatti, Kruschev, Tito y sus semejantes, y que son la antítesis exacta de lo que propugnamos nosotros. Los cuadrifolistas, barbaristas y otras semejantes asociaciones confederales pueden acomodarse del otro lado.

De sus corazones siempre sale el mismo grito final: "¿Centralismo burocrático o autonomía de clase?". Si la antítesis fuese esa en lugar de la de Marx y Lenin: "¿Centro Dictatorial del Capital o del Proletariado?", nosotros estaríamos -y que reviente quien quiera- a favor del centralismo burocrático, que en ciertos momentos de la historia puede ser un mal necesario, bien dominable por un partido que no comercie con los principios (Marx), y que se halle libre del relajamiento organizativo, del acrobatismo táctico y de la peste autonomista y federalista. En cuanto a la "autonomía de clase", es una imbecilidad completa. La sociedad socialista es aquella en que las clases están abolidas; admitiendo que bajo la dominación de clase la autonomía sea una forma de reivindicación de la clase dominada, en una sociedad sin clase capitalista la autonomía no puede ser otra cosa que la lucha de una parte de los trabajadores contra otras, de federaciones contra federaciones, de sindicatos contra sindicatos, de "productores" contra "productores". En el socialismo los productores ya no son una parte distinta de la sociedad.

La posesión "a su manera" de sus instrumentos de trabajo por parte de cada asociación no nos da el socialismo, sino que sustituye la lucha de clases (cuyo resultado no es la autonomía, sino la dictadura) por el absurdo bellum omnium contra omnes, la guerra de todos contra todos, solución histórica afortunadamente tan infecunda como absurda.

La autonomía de clase sería la posición de un movimiento de esclavos que pidiese: ¡Queremos seguir siendo esclavos, pero decidir nosotros mismos qué plato servir al patrón en la mesa, o cuál de nuestras hijas meter en su cama! Mil veces más revolucionaria fue la posición cristiana, que no preludiaba una sociedad sin clases, pero que enunció netamente: ninguna diferencia entre esclavo y hombre libre.

Este concepto se encuentra palabra por palabra en Marx, y pasamos a esta parte de la demostración.

*strofe a dispetto: canto popular toscano de contenido picaresco que consiste en cantar rimas respondiendose de forma alternada donde hay una estructura metrica con untexto que puede ser diverso.


 

Palabras que jamás olvidaremos

En esta sustitución reside todo el equívoco de las escuelas de tipo sindicalista u obrerista, a todas las cuales querríamos designar con el nombre de "inmediatistas", ya que, confundiendo los momentos (dialécticamente distintos) de organización actual, curso histórico y teoría revolucionaria, quieren reducir todo el ciclo proletario a una inscripción en un registro de los obreros de una fábrica, un oficio u otra pequeña aglomeración productiva y coserlo todo sobre ese frío modelo sin vida. El determinismo marxista destruye la ficción burguesa del individuo, de la persona, del ciudadano, revelando que los atributos filosóficos de este mito no son más que la universalización, la eternización de las relaciones de las que se beneficia el miembro de la clase dominante moderna, el burgués, el capitalista, el poseedor de tierra y dinero, el traficante. Derribado ese ídolo repugnante, lo reemplaza por la sociedad económica "y, provisionalmente, por una sociedad nacional".

Todos los inmediatistas, es decir, aquellos que de las cumbres comunistas no han escalado más que apenas una milésima partedel gigantesco desnivel, hacen este cambio: en el lugar de la sociedad colocan un simple agrupamiento de trabajadores. Eligen este agrupamiento dentro de los límites de una de las galeras de las que se compone la burguesa sociedad de hombres libres: la fábrica, el oficio, el parterre territorial y jurisdiccional. Todo su mísero esfuerzo consiste en decir a los no-libres, a los no-ciudadanos, a los no-individuos (esa grandeza que, inconscientemente, les dicta la revolución capitalista): “envidiad e imitad a vuestros opresores, haceos autónomos, libres, ciudadanos, personas”. En una palabra, los aburguesan.

Para nosotros, la cuestión está en la sociedad no-capitalista, y no en un grupo inmediato de la organización social actual al cual serían atribuidas las funciones cumplidas hoy por el capitalismo; he aquí el abismo entre nosotros y estos batalladores de epopeyas burlescas. Frente a los resultados de este aborto efectuado, se parlotea diciendo que se ha creado una nueva autocracia, un centro burocrático, una capa opresora, y que para evitar eso hay que despedazar la potente unidad constituida por la sociedad (y no por la persona) en muchos fragmentos "autónomos", libres de imitar los infames modelos burgueses que, entre otras cosas, ya son trogloditas.

Decidlo, pero haced al menos como Merlino. Colocad a Carlos Marx entre los autócratas, los opresores, los corruptores del proletariado. Y también a Lenin, aunque Merlino no lo hubiera conocido,

Antonio Labriola le dio la razón a Merlino cuando se rebeló contra la idea de Lasalle (un príncipe de los inmediatistas) de "preparar las vías a la solución de la cuestión social estableciendo sociedades de producción con ayuda del Estado bajo el control democrático del pueblo de los trabajadores". Este pasaje estercóreo pasó en efecto al programa de Gotha (1875), pero no figura en el de Erfurt de 1891 que provocó duras intervenciones por parte de Engels.

¿Pero quién, sino Marx y con él, Engels, en textos que se mantuvieron escondidos durante 15 años, haciendo pedazos aquella formulación infame con la Crítica al Programa de Gotha dio la construcción dialéctica más clásica de la sociedad futura en términos que trituran todo particularismo y federalismo, todo concepto deforme de "esferas autónomas de organización económica", junto al inmediatismo (hoy en día ultraextendido) de la mama estatal en los labios de la clase obrera,? Que los textos, sobre los que trabajó magistralmente Lenin, lo prueban una vez más.

Hoy en día cuando nos ahogamos entre las bestiales "cuestiones de estructura", "problemas por solucionar" y "vías por preparar", respiramos una bocanada de oxígeno en estas hojas amarillecidas en el cajón de Bebel: "La lucha de clases existente es reemplazada por una frase gacetillera: "la cuestión social", para cuya solución "se han preparado las vías". En lugar de resultar del proceso de transformación revolucionaria de la sociedad, la "organización socialista del conjunto del trabajo" (Marx ya pulverizó la otra frase idiota, todavía en circulación: la de ‘emancipación del trabajo’, donde él hablaba siempre de la clase trabajadora) “resulta de la asistencia del Estado".

Marx ridiculizó después la fórmula del control democrático del pueblo trabajador: "¡Un pueblo trabajador que solicita con reivindicaciones al Estado manifiesta su plena conciencia de no estar ni en el poder, ni maduro para el poder!".

Pero la frase que muestra en este texto cuál es para nosotros, marxistas genuinos, la forma de la sociedad del mañana es la siguiente: "El hecho de que los trabajadores quieran establecer las condiciones de la producción colectiva A LA ESCALA DE LA SOCIEDAD y para comenzar, en su casa, a escala nacional, significa simplemente que ellos trabajan para revolucionar las actuales condiciones de producción; y eso no tiene nada que ver con la creación de sociedades cooperativas asistidas por el Estado".


 

A escala de la sociedad

Este pasaje, semejante a muchos otros, basta para probar que quien desde la "escala de la sociedad" (que durante un momento histórico -antes de la conquista del poder- es indicada como "escala nacional") desciende a los planos federalsindicales (comunales, de empresa, u otros aún peores) cae en el inmediatismo, traiciona el marxismo y carece de toda concepción de la sociedad comunista, lo cual quiere decir que está fuera de la lucha revolucionaria.

En cuanto a la otra gigantesca antítesis entre "transformación revolucionaria de la sociedad" y "organización socialista del trabajo", puede ser remitida tal cual a los constructores de socialismo de Moscú, para echarles en cara que el paso al socialismo no se adjudica como en la concesión de una contrata a una empresa de construcción, término que Marx, quien pesaba las palabras (y aquí vemos cómo Lenin las repesa), no se le ocurrió jamás adoptar pues es palabra crasamente burguesa, vulgarmente voluntarista.

No reproduciremos aquí la conocida crítica descarnante al Estado popular libre, cuya incomparable potencia hizo resonar Lenin frente a millones de hombres, no ya desde el fondo de un cajón, sino desde los cielos llameantes de una revolución, de la más grande: ¡cuán miserable es quien lo olvida una vez más! Cuanto más libre es el Estado, más tritura al proletariado en defensa del capital: nosotros no queremos liberarlo, sino encadenarlo, para después degollarlo. Y con esto el antiestatismo de los Bakunin y de los Merlino vuelve a ocupar su puesto entre las parodias carnavalescas. En su lugar -¡grandeza de la dialéctica! - será instaurado el nuevo Estado (Engels), que no nos sirve para la libertad, sino para la represión, pero que deberá surgir para después, con la abolición de las clases, poder morir para siempre.

¡El Estado popular libre puede irse del brazo con la autonomía de clase! No son sino formas de la impotencia inmediatista, de la inmanencia del pensamiento burgués.

Volviendo al concepto fundamental de "sociedad" unitaria que reemplaza la antítesis entre capitalistas y proletarios –así como entre productores y consumidores–, vale la pena seguirlo a través de los diversos programas, aun habiendo sido muy vivamente criticados por Marx y Engels del partido alemán. El de los lassalleanos (Leipzig, 1863) contiene la fórmula que Marx tuvo que azotar: eliminación de los antagonismos de clase, mientras que, dirá Marx, son las clases las que tendrán que ser eliminadas y el medio para ello será su antagonismo.

El programa de los "marxistas" (Eisenach, 1869), que Marx juzgó haber sido redactado sin tener en cuenta las conquistas teóricas, pide el fin del dominio de clase y del asalariado, pero habla todavía de "producto integral del trabajo" dado a cada trabajador y de organización del trabajo sobre una base cooperativa (pero sin ayuda estatal).

El programa de Gotha (1875), el de la fusión estigmatizada entre eisenachianos y lassalleanos, y que quedó como Marx lo había condenado, dice sin embargo que los instrumentos de trabajo serán "patrimonio común de toda la sociedad". Marx habría dejado la frase, pero quería que no se dijese elevados a, sino transformados en patrimonio común. Nosotros leemos en ello una rectificación antiactivista.

El programa de Erfurt, para el cual fueron aceptadas en gran parte las sugerencias de Engels, después de la publicación de las críticas al de Gotha, se expresa claramente sobre este punto: "Transformación de la propiedad capitalista en propiedad social, y transformación de la producción de mercancías en producción socialista, en producción efectuada por la sociedad y para la sociedad".

La conclusión es que, desde un punto de vista doctrinal, la imaginaria "sociedad administrada por los sindicatos obreros de producción", mientras no sea una previsión histórica de la ciencia proletaria (cosa que, a menos que se produzca una bancarrota total de esa ciencia con Marx, Engels, Lenin y todos los que remamos en esta barca, no se verá jamás), no tiene nada en común con la forma socialista y comunista, ni siquiera como fase de transición.

En tal esquema ideológico, la producción y la distribución no son elevadas a escala de la sociedad, y ni siquiera a escala "nacional", ya que los instrumentos de trabajo y los productos del trabajo son puestos a disposición de los sindicatos "libremente confederados" o "federalmente" libres de actuar a su gusto. Si estos sectores lograsen encerrarse en esferas autónomas, lucharían entre sí, primero a través de la competencia y después físicamente, sobre todo en "ausencia" de todo tipo de Estado.

En dicho programa ficticio, no solo la producción no es efectuada por la sociedad y para la sociedad, sino que además lo es por los sindicatos y para los sindicatos. Además, sigue siendo una producción de mercancías, por consiguiente no socialista, dado que todo bien de consumo pasa como mercancía de un sindicato a otro; y no pudiendo producirse tal cosa si no es a través de un equivalente moneda, en último análisis, pasa como tal a cada productor individual. El sistema de salarios sobrevive, como sucede cada vez que se reivindica la utopía del fruto integral del trabajo y sobrevivirán también las posibilidades de acumulación del capital en las manos del sindicato autónomo y acto seguido en las de los individuos. Todo lo que en esta crítica parece deducido de lo absurdo se debe únicamente al contenido pequeñoburgués de todas esas utopías.

Concluiremos esta parte doctrinal con otro pasaje de la Crítica al programa de Gotha que permite golpear a la vez a los "inmediatistas" por un lado y a los capitalistas de Estado por otro, recordando a ambos que nuestro indispensable Estado dictatorial del proletariado no tiene la tarea de liberar, sino de reprimir al capital, en la persona de sus defensores tanto burgueses como pequeñoburgueses, o incluso en la de obreros esclavos de la tradición burguesa o pequeñoburguesa. Se trata de una frase que Marx escribió para ridiculizar la propuesta "minimalista" del impuesto progresivo sobre el rédito, actualmente vigente en Rusia. Es una de esas que cortan el aliento; ¡va por ustedes, señores!

"Un impuesto sobre el rédito presupone las diferentes fuentes de rédito de las diferentes clases sociales; POR CONSIGUIENTE, LA SOCIEDAD CAPITALISTA".


 

La experiencia rusa y Lenin

Entre los congresos comunistas internacionales de 1920 y 1921, se desarrolló en el partido comunista ruso (para ser precisos en el X Congreso del 3 al 16 de marzo de 1921) un debate con la "Oposición Obrera", del que nos hemos ocupado ampliamente en el estudio sobre la revolución rusa (10). Hay que notar que la oposición dirigida por la izquierda italiana en 1920 y en 1921 (para cuyo estudio remitimos a una futura publicación documentada) (11) no estaba en la misma línea de ese tipo de oposición que Lenin calificó ásperamente de desviación sindicalista y anarquista en el seno del partido ruso.

El texto “Breve curso” sobre la historia del Partido Comunista Ruso (bolchevique), Fue una de las mil falsificaciones estalinistas entre las que puede citarse la de mezclar hasta a Trotsky con estos "obreristas", so pretexto de haber sostenido una polémica sobre las tareas de los sindicatos. En esa época Trotsky estaba totalmente junto a Lenin, y su propuesta era marxista: subordinación absoluta de los sindicatos de categoría al Partido y al Estado político proletario, que en 1921 no estaba "degenerado" ni para él ni para nosotros.

La propuesta de la Oposición Obrera consiste justamente en la concepción inmediatista de la economía socialista y en la tesis, tan ingenua como falsa, de que el socialismo puede ser instaurado en cualquier condición y momento si se deja a los obreros actuar por sí mismos, administrar por sí solos la vida económica. Lenin la refiere así "la tarea de organizar la producción de la economía nacional corresponde al Congreso de Productores de toda Rusia, reunidos en Sindicatos de producción, los cuales eligen un órgano central que dirige toda la economía nacional de la República".

Dejad hacer otro poco a Nikita Kruschev con sus Sovnarkos y veréis que hará suya esa vieja propuesta, con el agravante de que no se tratará de sindicatos de producción nacionales, sino solamente de sindicatos regionales. En lugar de considerar la conquista del control nacional como un simple trampolín hacia el control internacional, de acuerdo con los fundamentos de la doctrina marxista, toda esa gente desciende en cuanto puede a los marcos locales y regionales, y prosigue su marcha imbécil hacia las autonomías, que no tendrá jamás otra salida que las iniciativas autónomas y las empresas de naturaleza capitalista.

No nos interesa volver a exponer aquí todo el proceso ruso a propósito de la gestión económica, lo hemos hecho ya en estudios extensos conocidos por los lectores. Advertimos solamente que nos encontramos en el congreso en que Lenin desarrolló el clásico "Discurso sobre el impuesto en especie", demostrando que lo que estaba a la orden del día no era el traspaso al socialismo, sino el del capitalismo de Estado e incluso para quien sabe tratar esos puntos como marxista, el de la producción molecular al capitalismo privado. Posición de gigantesca potencia, que pone todo en su lugar, mientras que el infame oportunismo posterior volvió soezmente a dislocarlo todo.

Solo nos importa demostrar cómo la argumentación de Lenin contra la propuesta de una economía administrada por los productores es exactamente la misma que la de Marx y Engels, y cómo nos ayuda hoy contra las más recientes deformaciones sindicalistas y anarquistas que afloran hasta en los grupos que no han creído en Stalin, Togliatti o Thorez, y que parecían no creer en Kruschev (pero sí en esa belleza de Tito, que en resumidas cuentas sería su precursor).

Los sindicatos de producción tienen el mismo fin entre las garras de Lenin que las cooperativas de Lassalle entre las de Marx.

Repetimos una parte de los pasajes que ya citamos en la ocasión indicada anteriormente (cfr. "Il Programma Comunista", n° 21 de 1956, en particular los párrafos 69, 70, 71 de la "Struttura economica e sociale della Russia d'oggi"): "Ideas completamente falsas desde el punto de vista teórico… ruptura completa con el marxismo y el comunismo... contradicción con la experiencia práctica de las revoluciones semiproletarias (¡meditemos!) y de la revolución proletaria actual".

"En primer lugar el concepto de productores comprende al proletario, al semiproletario y al pequeño productor de mercancías: de este modo uno se aleja radicalmente del concepto fundamental de la lucha de clase y de la exigencia fundamental de distinguir netamente a las clases" (meditarlo seis veces y pensar en las blasfemias de Stalin, en las del XX Congreso, y aun en las de los entusiastas de los últimos movimientos polacos y húngaros).

"Contar con las masas sin partido o coquetear con ellas (cuadrifolistas, barbaristas ávidos de demagogia que no tenéis ni siquiera a quien demagogear: ¡buen provecho!) constituye una desviación no menos radical del marxismo".

Habla ese Lenin a quien, haciendo el juego a los peores estalinistas, le habéis hecho descubrir el recurso infalible del “baño de multitudes”: "El marxismo enseña (y aquí Lenin cita las confirmaciones de los congresos mundiales) que solamente el partido político de la clase obrera, es decir, el partido comunista, es capaz de reagrupar, educar y organizar a la vanguardia del proletariado y de todas las masas trabajadoras, la única capaz de resistir las inevitables oscilaciones pequeñoburguesas de estas masas, las inevitables tradiciones y retornos de la estrechez de categoría y de los prejuicios profesionales que se encuentran en el proletariado".

En este pasaje que pone en evidencia la inferioridad de todas las organizaciones inmediatistas respecto al partido político, así como el grave riesgo que estas corren en los contactos históricos inevitables con las clases semiproletarias y pequeñoburguesas, Lenin concluye una vez más que: "Sin la dirección política del Partido, la dictadura del proletariado es irrealizable".

En ese mismo texto, Lenin desmiente que el programa de 1919 del Partido ruso haya atribuido funciones de gestión económica a los sindicatos. En efecto, algunas frases del programa hablaban de gestión de toda la economía nacional, pero "como un complejo económico único", y de "vínculo indisoluble entre la administración estatal central, la economía nacional y las masas trabajadoras" como meta a ser alcanzada, a condición de que los sindicatos "se liberen cada vez más de la estrechez corporativa, reclutando a la mayoría y paulatinamente a la totalidad de los trabajadores".


 

Sindicatos y capitalismo de Estado

La cuestión de los sindicatos y de la gestión económica central estatal volverá al primer plano en Rusia, más aún, en todo el mundo, porque constituye una cómoda escapatoria moderna para el capitalismo de todos los países, con Estados Unidos a la cabeza desde hace tiempo.

El criterio "leninista" en esta cuestión es que los sindicatos siguen con retraso y dificultad las etapas ya alcanzadas por el partido político revolucionario, y si este los abandona a sí mismos, recaen en debilidades pequeñoburguesas y en la colaboración con la economía burguesa.

En una etapa social como la de Rusia en 1919 y 1921, en que se estaba en el punto más bajo de la curva de industrialización y en los primeros pasos de una gestión defectuosa de la industria recién arrancada a los capitalistas privados, era evidente que el partido comunista podía procurarse un fuerte apoyo en los sindicatos de los obreros industriales, a condición de que no solo no fuesen autónomos, sino que además estuviesen sólidamente influenciados por el partido mismo y, como Trotsky sostuvo justamente en 1926, considerados como partes y órganos del Estado centralizado.

La cuestión está bien clara si se tiene presente que en toda esta etapa estamos en presencia de una estatalización de la industria, pero no de una industria y de una economía socialistas. El Estado administra la industria expropiada sin indemnización a las personas privadas y a los trusts, dentro de un sistema económico de empresas y mercantil. Incluso si el Estado que actúa en esta dirección es -como base de clase y como política mundial- socialista, el sistema de la sociedad industrial es llamado siempre capitalismo de Estado, y no socialismo. Para declarar capitalista la forma económica, no es necesario que haya sucedido lo que sucedió en los decenios siguientes, cuando el Estado perdió el contenido político socialista y el contenido de clase proletario porque no se dedico en el mundo a suscitar la revolución en los Estados burgueses; cuando contrajo con éstos alianzas de guerra y, en el seno de los mismos, alianzas incluso de poder con partidos burgueses y democráticos y cuando en el interior de Rusia subordino los intereses de los proletarios efectivos de la ciudad y del campo a los de las clases pequeñoburguesas y campesinas.

Podemos preguntarnos, pues, cuál es el lugar del sindicato en la fase del capitalismo de Estado. Si el Estado está dirigido por un partido que no aplica sino que, muy al contrario, combate la política de la revolución proletaria mundial, el sistema de empresas, mercantil, monetario y de pago en salario de la fuerza de trabajo justifica la existencia de los sindicatos como órganos de defensa de las condiciones de trabajo, cuyo oponente no es otro que el Estado-patrón, el Estado-dador de trabajo. Aun en tal situación, la fórmula útil no es el reparto entre los sindicatos de la gestión administrativa central, sino la dirección de los sindicatos por parte de un partido político proletario capaz de volver a plantear la cuestión de la conquista del poder central. Allá donde ese partido no exista, o donde exista su armazón reducido a un instrumento del Estado capitalista, como en Rusia, se habrá recaído en una esclavitud asalariada de la que históricamente no se podrá salir jamás con los esfuerzos de grupos obreros autónomos, tendientes a apoderarse del control de sectores aislados de la producción, ni con la fórmula insulsa de recomenzar a hacer una revolución liberal; tan cierto es esto que en Rusia es precisamente el Estado de Kruschev el que está llevando a cabo esa maniobra vacía. Si esos sectores se separaran y si tal disgregación se produjese, caerían bajo el yugo de las fuerzas del capital privado y, en cualquier caso entre las garras de los rapaces agentes del capital internacional.

En el lado opuesto, en esa fase realmente progresiva de capitalismo de Estado en la que el poder político central trabaja históricamente para extender la revolución internacional, los sindicatos, si no quieren convertirse en órganos derrotistas que tendrían que ser reprimidos, deben aprender del partido de clase, del auténtico partido de los trabajadores asalariados industriales del mundo entero, a obtener de la valerosa y generosa clase de los obreros de fábrica, que ya ha dado pruebas de su luminosa altura a lo largo de la historia, que dé trabajo, plus trabajo y plusvalía para la revolución, para la guerra civil, para los ejércitos rojos de todos los países, para las municiones del conflicto mundial de clase por encima de todas las fronteras. Aun en ese caso histórico, la reivindicación de todo el fruto del trabajo para el asalariado, además de antieconómica y antisocial, sería derrotista frente a la tremenda tarea que la historia impuso a la clase proletaria pura -a ella y solo a ella- esto es: provocar el parto sangriento de la nueva sociedad.

Tarea que, atravesando siglos y siglos de atormentada historia, es lo contrario de los prejuicios supersticiosos de la escuela de contables y tenderos obreristas o de la escuela de los "inmediatistas" donde cada generación quiere cerciorarse personalmente del rendimiento del negocio que ha hecho, confederándose autónomamente.


 

La forma de organización por empresas

Todos los defectos de la forma del "Consejo de fabrica “afloran, mucho más agravados, en el examen que hemos hecho de una gestión sindical de la sociedad pos capitalista, tal como es concebida por este sector de los "inmediatistas".

La corriente de la izquierda italiana lo advirtió cuando aparecieron las primeras manifestaciones de la fe en ese mito renovado, en la época de los congresos de Turín de los Comisarios de Sección de la Fiat, de la gran Fiat, y de la revista de Grossi, "Ordine Nuevo", que en su momento amonestamos y saludamos al mismo tiempo, puesto que venía a alistarse animosamente contra el oportunismo menchevique de los sindicatos italianos tradicionales y contra la inconsistencia del Partido Socialista que hacía alarde, en 1919, de filo bolchevismo (12).

Gramsci, al comienzo de su evolución ideológica (evolución jamás disimulada dada su particular claridad humana) desde filósofo idealista y desde un punto de vista intervencionista de guerra hacia el marxismo antidefensista restaurado por Lenin, dio a su periódico un título leal. No habló de la nueva Clase en el dominio político, ni del nuevo Estado de clase, y solo lentamente aceptó las directivas marxistas sobre la dictadura del partido y sobre las consecuencias propias del sistema marxista -más allá de la economía de fábrica- según una visión radical de todas las relaciones de los hechos en el mundo humano y natural. Lo admitió abiertamente en el Congreso de Lyon de 1926: “Preferiremos siempre a los que aprenden capítulos del marxismo que a quienes los olvidan”. En 1919 Antonio Gramsci acababa de superar una valoración de la Revolución de Octubre que la consideraba como la inversión del determinismo y el milagro de la voluntad humana violando condiciones económicas adversas: cuando vio a Lenin, ese milagrero, defender el más rígido determinismo marxista, la cosa no quedó sin efecto; maestro y alumno eran fuera de serie.

De todos modos, hizo bien en llamar "Ordine Nuovo" al sistema de los Consejos, construcción ideal, casi literaria –y mejor diríamos artística– de la que su ágil espíritu se había enamorado, porque el proletariado se erigía en él, sobre su base inmediatista, en un nuevo Orden, como los anteriores a la revolución liberal, como los tres estados de la sociedad francesa del siglo XVIII. T todos los "inmediatistas" a los que hemos pasado revista tradujeron la reivindicación de la Clase dictatorial que suprime las clases, y no aspira ni siquiera a ser la Única Clase, por la pedestre petición de ser elevada a Cuarto Estado. El inmediatismo tiene siempre necesidad de dibujar lo nuevo a partir de una fotografía pasiva de lo viejo. A su inmediatismo Gramsci lo llamó concretismo y tomó este término de las actitudes de ciertos intelectuales burgueses enemigos de la revolución; no advirtió -o nosotros no pudimos hacérselo observar suficientemente- que todo concretismo es contrarrevolución.

Pero la humanidad, si no hubiese tenido otros recursos que los de carácter inmediato, no habría sabido que la tierra es redonda y gira, que el aire y los cuerpos celestes pesan, que existen los átomos de Epicuro, las partículas infraatómicas de los modernos, la relatividad de Galileo y la de Einstein... y no hubiera previsto ninguna revolución del pasado y del futuro.

Antonio Gramsci no sabía, no porque no hubiese leído (tenía la desgracia de ser de los que lo leen todo), que habíamos dejado atrás los Órdenes desde 1847 con la "Misère" antiproudhoniana de Carlos Marx. "¿Puede suponerse que tras la caída de la antigua sociedad haya una nueva dominación de clase, resumiéndose en un nuevo poder político? No". (Esa única palabra monosílaba desencadenó batallones de proposiciones contradictorias, y sin embargo bastaba leerlo).

¿Y por qué no?

Porque "la condición de la emancipación de la clase trabajadora es la abolición de toda clase, al igual que la condición de la emancipación del Tercer Estado - del Orden burgués - fue la abolición de todos los Estados, de todos los Órdenes".

Han pasado muchas generaciones y tres Internacionales han nacido y muerto. Hemos visto emprender su ascenso a docenas de docenas de los que querían escalar más alto que Marx y, después, más alto que Lenin. Pocos, muy pocos, han alcanzado una altura apenas superior a la del burgués incorruptible, la de Maximiliano Robespierre. Quien reposa, desde hace ciento sesenta años, sobre la piedra sepulcral de todos los Órdenes Nuevos.


 

Marxismo y economía de los consejos

Nos bastará encontrar en los textos la inconciliabilidad de la antítesis del título, que no nos interesa por la historia de las polémicas de Gramsci, sino porque hoy en día algunos grupos de antiestalinistas extraviados y de decadentes epígonos querrían retornar a esas consignas.

La empresa local autónoma es la más pequeña de las unidades sociales imaginables y tiene, al mismo tiempo, la limitación de la categoría profesional y de la circunscripción local. Subrayémoslo una vez más: aun si aquella ha eliminado en su interior el privilegio y la explotación, distribuyendo el inaprensible valor total del trabajo, en sus estrechos confines está presente el pulpo del mercado y del intercambio, y en la peor forma, la peste de la anarquía económica capitalista, en la que todo se abisma. En este sistema de los Consejos, en el que están ausentes el Partido y el Estado, antes de que la eliminación de las clases sea un hecho, ¿quién regulará las funciones que no son estrictamente de técnica productiva?; y, para limitarnos a un solo punto, ¿quién abastecera a los que no forman parte de una empresa, a los desempleados? Será mucho más posible que la acumulación recomience -suponiendo que alguna vez haya sido detenida- como acumulación de dinero y también de formidables stocks de materias primas y productos elaborados que en el caso de un sistema alveolar de comunas o de sindicatos. En este sistema hipotético existen, en el más alto grado, las condiciones para transformar un ahorro paciente y vigilante en capital dominador.

La bestia es la empresa, no el hecho de que tenga un patrón. ¿Cómo escribiréis las ecuaciones económicas entre empresa y empresa, sobre todo cuando ya existan las grandes (que sofocarán a las pequeñas), cuando existan las que acaparen dispositivos de baja productividad y las de productividad elevada, las que tengan aparatos productivos "convencionales" y las que empleen energía atómica? Ese sistema, que como los demás parte del fetichismo de la igualdad y de la justicia entre individuos, y de un cómico horror por el privilegio, por la explotación y por la opresión, sería un vivero aún peor (si fuese posible) que la corriente sociedad civil.

¿No queréis creer que las palabras privilegio y explotación están fuera de nuestro diccionario marxista? Tomemos de nuevo la "Crítica al Programa de Gotha". El pasaje contra el cual Marx echa fuego (que contiene una serie de estupideces lassalleanas sobre el "Estado libre" y la "ley de bronce del salario") termina con la que Marx llama -como Engels en otro lugar- vaga fórmula redundante que termina el parágrafo. Hela aquí (¡sí: quien no haya pecado, que lance la primera piedra!): "El Partido se esfuerza... por conseguir la abolición de la explotación en todas sus formas y la eliminación de toda desigualdad social y política".

Es preciso decirlo así, escriben Marx y Engels (¡evidentemente, sin acuerdo previo!): "con la abolición de las diferencias de clase desaparece por sí misma toda la desigualdad social y política que resulta de tales diferencias".

Aun dejando de lado la larga nota crítica sobre el reparto equitativo, que la reduce a la insinuación de los economistas burgueses de que los socialistas no suprimen la miseria, sino que la generalizan a todos los hombres, esta forma científica de hablar basta para ajusticiar a series enteras de revistas que escriben acerca del contenido del socialismo como filosofía de la explotación, en los años de gracia… 1956-57.

Con este párrafo Marx trata también la cuestión de la limitada visión de Lassalle (visión que significativamente hace remontar a Malthus (que hoy ha sido puesto nuevamente de moda por las escuelas norteamericanas antimarxistas del "bienestar"), para quien el socialismo se levantaría en pie de lucha solo porque el salario obrero estuviera bloqueado en un límite demasiado bajo, cuando en realidad se trata de abolir el asalariado porque "es un sistema de esclavitud, y de una esclavitud que se vuelve más dura a medida que se desarrollan las fuerzas sociales productivas del trabajo, tanto si el obrero está mejor pagado como si lo está peor".

Marx desarrolla aquí la comparación con la esclavitud, que nosotros hemos intentado más arriba a propósito de la necia reivindicación de la autonomía de los asalariados: "Es como si, en una rebelión de esclavos que hubiesen penetrado finalmente en el secreto de la esclavitud, uno de ellos, aún prisionero de las concepciones anticuadas, se permitiese escribir en el programa de la insurrección (para nosotros, sería un esclavo amarxista, únicamente inmediatista, ordinovista) que la esclavitud debe ser abolida porque, en este sistema, el sustento de los esclavos no puede superar cierto nivel máximo, poco elevado".

Señores del bienestar: aun admitiendo que el capitalismo pueda aumentar sin límites el bienestar medio, nosotros le confirmamos nuestra previsión histórica: ¡la muerte!

Pero el modelo de la gran Fiat le pareció a Gramsci un orden noble, comparado con el vivir desamparado del pastor sardo (13), embrutecido, más vil que el Cuarto Estado.

En el plan quinquenal -según el modelo soviético- que regalamos a la gran Fiat, habíamos previsto para la "facturación" de 1956 la progresión del 15,7 % sobre 1955, en que se elevaba a 310.000 millones de liras italianas, y deberíamos haber tenido 358.000 millones. A pesar de que solo han sido anunciados 340.000 millones, el capital nominal ha sido elevado de 76.000 a 100.000 millones, es decir, un 32% en dos años (14).

¿El nuevo orden de Turín y de Moscú comienza ya a desplegar curvas menos brillantes?
 

Conclusiones

A pesar de haber hojeado las páginas de las "Glosas marginales" al Programa de Gotha, en toda nuestra confrontación entre la "visión" que de la sociedad futura tienen los inmediatistas (los que desconfían de la forma Estado y de la forma Partido, que nosotros consideramos, con Marx y Lenin, primordiales en la Revolución) y la visión socialista y marxista, no nos hemos detenido en la fundamental distinción entre la fase inferior y la fase superior de la sociedad socialista, que Lenin formuló clásicamente a partir del clásico pasaje de Marx.

Toda la superioridad de la forma económica en la que producción y distribución son hechas por la sociedad y para la sociedad, a escala de la sociedad (y no por los "sectores autónomos" adherentes a los actuales "campos de concentración" capitalistas, como los oficios, las empresas, las jurisdicciones -incluso las nacionales- de los que un día haremos saltar todas las alambradas) es ya evidente en la menos avanzada de las fases teorizadas por Marx.

En la fase inferior no se han suprimido todavía todas las diferencias de clase, no se puede hablar de abolir el Estado; aún viven las tradiciones patológicas de las civilizaciones de los Órdenes, incluida la del Tercero y último; la ciudad y el campo están separados todavía; no está abolida la división social de las funciones, la separación entre trabajo manual e intelectual, entre ciencia y trabajo.

Pero en el campo económico los sectores cerrados han sido puestos ya en el crisol unitario de la fusión social; las pequeñas comunas, las federaciones sindicales y la organización de empresa ya han perdido la partida, y no se les acuerda ni siquiera una existencia transitoria.

Aun a partir del momento en que se trata de "una sociedad comunista tal como es nada más salir del seno de una sociedad capitalista", ya no queda lugar para un mercado al que accedan los "sectores" aislados, ceñidos con alambradas de púas.

"En el seno de la sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción, los productores ya no intercambian sus productos, y el trabajo incorporado en esos productos ya no aparece como valor de los mismos (las cursivas son de Marx), como una cualidad objetiva poseída por ellos, porque ahora, al revés de lo que sucede en la sociedad capitalista, ya no es de manera indirecta (como sucedería en el sistema de las comunas, de los sindicatos y de los consejos), sino directamente como existen los trabajos individuales, materializados en productos, en cuanto partes integrantes del trabajo del conjunto social".

En la parte final del estudio sobre la estructura rusa hemos desarrollado cómo ya la primera fase, la fase inferior, está fuera del funcionamiento mercantil. El individuo no puede procurarse ni vincular nada a su persona o a su familia mediante dinero; tan solo un bono precario, no acumulable, le da derecho al consumo de un breve tiempo que le corresponde dentro de un límite todavía restringido y calculado socialmente. Nuestra concepción de la dictadura sobre los consumos (antes y después de la racionalidad social y de especie) implican que en el bono no estará escrita una cantidad de dinero con la cual se pueda comprar, por ejemplo, alcohol y tabaco sin nada de leche y pan), sino artículos determinados, como en las tristemente famosas "tarjetas de racionamiento".

Solo sobrevivirá un derecho burgués, porque estas medidas de consumo estarán ligadas a la medida del trabajo suministrado a la sociedad, una vez hechas todas las deducciones bien conocidas de interés general, y porque el cálculo dependerá no solo de la utilidad prestada y de las necesidades, sino también de las disponibilidades.

Ya no existirá ningún vínculo mercantil ni ley del valor para confrontar dos productos colocados ambos en la masa social, como sucedería si proviniesen de comunas "autónomas", sindicatos o empresas, con su contabilidad superviviente por partida doble. Solo existirá un último vínculo entre la cantidad de trabajo y el consumo individual cotidiano.

Un gran disparate atrapado al vuelo nos da la ocasión de aclarar este concepto. Hay quien (flor de inmediatista, ¿como no verlo?) sostiene lo siguiente: "En la economía socialista el mercado sigue existiendo, pero se puede ver que estará limitado a los productos. El trabajo ya no será una mercancía". Esta gente sirve para decir de vez en cuando correctamente las cosas justas si se invierte su afirmación. La verdad es ésta: "en la economía socialista ya no habrá mercado"; mejor aún: "la economía es socialista cuando ya no existe el mercado". En una primera fase, sin embargo, "solo hay una unidad económica que será medida como mercancía: el trabajo humano". En la fase superior, dice Marx, el trabajo humano no será sino un modo de vivir del hombre, y su única alegría. Lo dice mejor que nosotros: el trabajo será la primera necesidad de la vida.

¡Para liberar el trabajo del hombre de la cualidad de mercancía es necesario destruir todo el sistema del mercado! ¿No era ésa la primera palabra de Marx a Proudhon?

Junto al disparate indicado más arriba, se ha querido hacer pasar otra tesis peregrina muy difundida, posición que en un próximo estudio tendremos que demoler. Es necesario, se dice, que todavía aumenten mucho las fuerzas productivas para poder abolir el mercado. Esto es falso: para el marxismo esas fuerzas ya están demasiado desarrolladas; Marx pone el aumento de las fuerzas productivas como base de la fase superior, es decir, del consumo sin los límites sociales de una producción insuficiente, pero no como condición para el fin del mercantilismo general, de la anarquía capitalista.

El mismo programa de 1891, con palabras por cierto del gran Engels, dice: "las fuerzas productivas ya se han vuelto demasiado grandes como para que la forma de la propiedad privada pueda conciliarse con su empleo sensato".

Ya es más que tiempo de postrar las monstruosas fuerzas productivas capitalistas bajo la dictadura de la producción y del consumo. Y es solo cuestión de fuerza revolucionaria para la clase que, aun aumentando el bienestar (y Marx -lo hemos probado mas arriba- nunca previó lo contrario), está bajo el peso continuo de la incertidumbre de la existencia que, por otra parte, domina la sociedad entera, y que dentro de algunos decenios tomará la forma de alternativa entre crisis mundial y guerra o revolución comunista internacional.

La cuestión de fuerza es, en su primer aspecto, cuestión de reconstrucción de la teoría revolucionaria. Después, del Partido Comunista sin fronteras.


 

 

Notes

1. Los dos textos citados, “Invariancia histórica del marxismo” y “Falso recurso del activismo”, han sido publicados en castellano en “El programa comunista”, n° 33, Enero-Marzo de 1980.

2. ¿Es preciso decir que después de Kruschev la reforma de la industria sobre la base de la autonomía de la empresa, de la productividad y de la ganancia ha hecho nuevos y grandes progresos?

3. Cuadrifolio: denominación dada por nuestro partido a cuatro grupos heterogéneos (trotskistas, internacionalistas de “Battaglia comunista”, anarquistas y disidentes del P.C. de Italia que publicaban el periódico “Azione comunista”) que en diciembre de 1956, sobre la base de la fórmula falsa del activismo, habían fundado el hibrido “Movimiento de la Izquierda Comunista”, que naufragó rápidamente.

4. Barbaristas: “actualizadores” del marxismo que publicaban en Francia la revista “Socialisme ou Barbarie”.

5. Storia della Sinistra Comunista, vol y ll , 1963, pp. 165-166.

6. “Russia e rivoluzione nella teoria marxista”, publicado en “Il programma comunista" del n°21 de 1954 al n° 9 de 1955; “Struttura economica e sociale della Russia d'oggi”, en el mismo periódico, del n° 10 de 1955 al n° 12 de 1957 rieditado por Ed. Il Programma comunista, Milan, 1976); “Dialogato con Stalin” (1953) y “Dialogato coi Morti” (1956).

  1. Una vez más, esta enfermedad se recrudece hoy de manera todavía más grave que en 1956 y que en el siglo pasado.

  2. Cfr. nota 2.

  3. Así como la... “malograda experiencia” checoslovaca y la “revolución cultural” de Mao.

  4. Cfr. nota 5.

  5. Cfr. nuestras publicaciones: Storia della Sinistra Comunista, vol. II, y "La sinistra comunista in Italia sulla linea marxista di Lenin".

  6. Cfr. Storia della Sinistra Comunista, vol. I, Pp. 173-174, y vol. II, cap. VI.

  7. Gramsci era originario de Cerdena.

  8. Cfr. “Dialogato coi Morti (il XI Congresso del P.C. russo)”.

We use cookies

Usamos cookies en nuestro sitio web. Algunas de ellas son esenciales para el funcionamiento del sitio, mientras que otras nos ayudan a mejorar el sitio web y también la experiencia del usuario (cookies de rastreo). Puedes decidir por ti mismo si quieres permitir el uso de las cookies. Ten en cuenta que si las rechazas, puede que no puedas usar todas las funcionalidades del sitio web.