PARTIDO COMUNISTA INTERNACIONAL: Lo que va de Marx a Lenin, a la fundación de la Internacional Comunista y del Partido  Comunista de Italia (Livorno, 1921); la lucha de la Izquierda Comunista contra la dgeneración de la Internacional, contra la teoría del "socialismo en un solo país" y la contrarrevolución estalinista; el rechazo de los Frentes Populares y de los Bloques de la Resistencia; la dura obra de restauración de la doctrina y del órgano revolucionarios, en contacto con la clase obrera, fuera del poliqueo personal y electoralesco.


I – Puntos de principio

 

1. «La justa praxis marxista enseña que la conciencia del individuo o de la masa sigue a la acción y que la acción sigue a la presión del interés económico. Solo en el partido la conciencia y, en fases concretas, la decisión de acción precede al enfrentamiento de clase. Pero tal posibilidad es inseparable orgánicamente del juego molecular de los impulsos físicos y económicos iniciales» (El vuelco de la praxis en la teoría marxista, 1951).

Invirtiendo el esquema idealista de interpretación de los eventos humanos, el marxismo ve en la historia el campo de batalla entre clases, llevadas de forma determinista a actuar bajo el despliegue antagonista de las necesidades e intereses materiales y (solo después, empujadas por el curso de tales luchas) a tomar conciencia de la dirección hacia la que se mueven. Toda la escala ascendente delineada en el Manifiesto del Partido Comunista (1848) – desde las primeras reacciones instintivas ante la explotación capitalista hasta la constitución del proletariado en clase (y por tanto en partido) así como la organización de la clase en clase dominante mediante la toma del poder y el ejercicio de la dictadura – no solo tiene sus necesarias raíces en determinaciones económicas elementales, reflejo a su vez de la presión de las fuerzas productivas contra el conjunto de las relaciones de producción, sino que extrae continuamente su alimento de las mismas. De la misma forma que es cierto que las revoluciones no se hacen sino que se dirigen, igualmente es cierto que se dirigen solamente en tanto en cuanto las grandes masas proletarias, no por consciencia ni por voluntad explícita (ni siquiera en cuanto tal conciencia y tal voluntad les hayan sido transmitidas por el Partido), tengan que verse obligadas a hacerlas de forma determinista.

 

2. «Del modo dialéctico de considerar la formación de la conciencia de clase, de la organización unitaria del partido de clase», resulta que este, como «traslada una vanguardia del proletariado desde el terreno de los movimientos espontáneos parciales suscitados por los intereses de los grupos presentes hacia el terreno de la acción proletaria general», así «no lo consigue con la negación de los movimientos elementales, sino que más bien logra su integración y su superación mediante la experiencia viva, con llamamientos a la práctica, tomando parte activa, siguiéndolos atentamente a lo largo de su desarrollo» (Tesis de Roma, 1922, parte III, 11).

De donde se deduce que: a) la obra de propaganda y de proselitismo, por un lado, así como la consistencia numérica y el grado de influencia real sobre capas más o menos extensas del proletariado, por el otro, son inseparables para el partido «de la realidad de la acción y del movimiento proletario en todas sus manifestaciones»; b) es un «error banal considerar que la participación en luchas por objetivos contingentes y limitados se contradiga con la preparación de la lucha revolucionaria final y general».

Es una tesis irrenunciable del marxismo, y por tanto nuestra, que esa ligazón (ya sea amplia y profunda, ya ligera y episódica, dependiendo de las condiciones objetivas, y no siendo nunca alcanzable por medio de subterfugios tácticos desligados de los principios), represente en todas las circunstancias una de las tareas fundamentales del partido, y que, por otra parte, solo en virtud de ello la lucha económica proletaria pueda transferirse de un nivel tradeunionista – punto más alto que esta puede alcanzar por sí misma (Lenin) – al nivel de lucha de toda la clase explotada contra toda la clase explotadora y (cuando concurran las premisas objetivas necesarias además de las subjetivas) al nivel de lucha revolucionaria para derrocar el poder estatal, concentrado y dictatorial, del capitalismo y la instauración de un poder estatal, concentrado y dictatorial, del proletariado.

3. Parte integrante de esta función, por las mismas razones de principios, es la participación del partido, a través de sus grupos, en la vida organizada de todas formas de asociación económica del proletariado abiertas a trabajadores – y solo a trabajadores – de cualquier creencia política, que son el producto necesario de las luchas elementales, como exponen tanto el Manifiesto como todos los textos del marxismo. Posiciones fundamentales del partido son:

la afirmación de que el sindicato obrero, como cualquier otra forma de organización inmediata incluso no exclusivamente económica, no es nunca por sí mismo revolucionario (es más, dadas su inmediatez misma y la presencia de intereses contingentes discordantes entre los grupos de obreros, tiende por el contrario a encerrarse en el horizonte estrecho y corporativo de acciones minimalistas y reformistas), pero puede convertirse en un instrumento vital de la revolución e incluso antes, en instrumento apto para la preparación a la misma del proletariado, en la medida en que el partido haya conquistado en su seno (o sea, entre las masas organizadas) una influencia relevante; y

que para el desarrollo útil de tal tarea, y para los fines mismos de la acción revolucionaria final – uno de cuyos presupuestos es la centralización de las fuerzas obreras – es deseable que el sindicato obrero sea unitario, es decir, que abarque a todos los trabajadores pertenecientes a una situación económica específica. Corolario de esta tesis es que toda tendencia degenerativa o degeneración ya real de los organismos económicos no se remedia con la creación de organismos inmediatos de morfología diversa, ni mucho menos podrá resolverse con organizaciones de carácter local o empresarial, cuya aparición es más bien un dato necesario en el desarrollo de los conflictos sociales y, a la vez, un síntoma positivo de la aversión de las masas obreras hacia la praxis oportunista (o incluso a veces contrarrevolucionaria) de las centrales sindicales. Todos estos son organismos entre los cuales el partido puede en determinadas circunstancias reclutar efectivos centralizándonos, pero que, en sí mismos, repiten en el plano organizativo las deficiencias, las angustias, las debilidades de las luchas económicas parciales.

4. Según la tradición marxista, la izquierda Comunista, consecuentemente, siempre ha considerado (y también el Partido lo considera), condiciones de su existencia misma como factor operante de la preparación del proletariado para el asalto revolucionario y de su victoria las siguientes:

  1. la erupción en gran escala y de forma no episódica de luchas económicas así como la participación intensa del Partido en las mismas con las metas indicadas;

  2. la presencia de una red no lábil ni episódica de organizaciones intermedias entre sí y la clase, así como su intervención en las mismas a fin de conquistar no ya necesariamente la mayoría (y con ella la dirección), sino además la influencia para poder utilizarlas como correa de transmisión de su programa entre las masas obreras organizadas y captar al menos a las capas obreras más activas.

Una pretendida “pureza” respecto a la influencia contrarrevolucionaria no se ajusta a la clásica formulación marxista (sería más bien de clara matriz idealista) ni se presupone como condición de pertenencia a sindicatos obreros o del trabajo político del Partido Comunista revolucionario; se trata de una pureza que los organismos inmediatos nunca pueden alcanzar y de una influencia de la que ni siquiera el partido sale en esencia indemne, así como tampoco entra en dicho enfoque marxista clásico contraponer asociaciones exclusivas de comunistas a las asociaciones sindicales dirigidas por otros partidos que se dicen ‘obreros’.

«En el sindicato obrero – escribe la Plataforma política del Partido (1945) – entran trabajadores pertenecientes individualmente a diversos partidos o a ningún partido; los comunistas no proponen ni provocan la escisión de los sindicatos por el hecho de que sus organismos directivos estén conquistados y ocupados por otros partidos, pero proclaman del modo más abierto que la función sindical se completa y se integra solo cuando en la dirección de los organismos económicos está el partido de clase del proletariado». Y por consiguiente, ello es así teniendo como fin la lucha revolucionaria final, en la que sindicatos y otros organismos intermedios, si son dirigidos o incluso solo influenciados de modo determinante por el partido, juegan un papel decisivo (aunque no suficiente (tampoco el partido puede hacerlo) ni resolutivo (y el partido, cuando existen condiciones para ello, lo puede ciertamente, lo puede ciertamente), mientras que en el caso contrario corren el riesgo de jugar un papel contrarrevolucionario; pero además esto es así no solo cara a la lucha final, sino también teniendo como objetivo conseguir ventajas económicas inmediatas.

Al igual que el partido considera (y enseña a los obreros a considerar) las reivindicaciones y las luchas económicas como no fines en sí mismos, sino como medios necesarios para la preparación, el adiestramiento y la organización del proletariado de cara a sus últimos objetivos (ya que, si se convirtieran en fines, reafirmarían la relación salarial en vez de tender a destruirla), del mismo modo el partido ve, y lo declara abiertamente, en las formas inmediatas de asociación de los obreros no la meta de la lucha de emancipación del capital, sino un instrumento que el partido debe y puede utilizar para la consecución de la máxima meta del comunismo, no elevándolo por ello – como no eleva ninguna forma de organización – a la categoría de fetiche sagrado e intangible.

 

II – Evolución histórica y perspectivas de los organizaciones intermedios de la clase obrera

 

1. Las anteriores consideraciones, que fijan los puntos de principio sin los cuales sería vana toda precisión de directiva de acción y de orientación práctica, estarían aún incompletas si no se integraran en el análisis del recorrido histórico que el asociacionismo obrero ha atravesado desde el triunfo del modo de producción capitalista hasta su fase imperialista, en la línea de cuanto, en la segunda posguerra, nuestro Partido ha precisado en sus tesis fundamentales.

A una fase inicial, en la cual la burguesía victoriosa prohibió y dispersó mediante la fuerza las primeras asociaciones de resistencia obrera empujándolas hacia el terreno de la lucha política abierta y violenta – de manera que la I Internacional pudo nacer, en parte, como unificación de asociaciones económicas encuadradas por el Consejo General en un cuerpo programático de tesis orientadas a la preparación del ataque revolucionario contra el poder político de las clases dominantes, fortaleza protectora de su poder económico –, siguió otra fase en la que la burguesía creyó más oportuno y más necesario, a fin de mantener la estabilidad de su dominio, tolerar e incluso permitir las coaliciones entre los asalariados. Al mismo tiempo, se esforzó de diversas maneras en atraerlos hacia la órbita de su política, utilizando relaciones y compromisos paulatinamente conseguidos con los dirigentes sindicales reformistas y reclutando elementos entre una aristocracia obrera interesada en el mantenimiento del orden político y social al que estaban ligados sus privilegios; privilegios más o menos ficticios, pero ruinosos para la madurez de la conciencia y de la combatividad de clase.

El experimento, al que reaccionaron en el ámbito mismo de los sindicatos las combativas corrientes izquierdistas del socialismo y que alimentó de rebote – sobre todo en Italia, Francia y América – la ilusión anarcosindicalista de poder asegurarse una garantía contra el oportunismo minimalista al crear organizaciones económicas alternativas y (por virtud intrínseca) revolucionarias, desembocó en la mayoría de los países en una abierta colaboración bélica, paralela a la Union sacrée de los partidos políticos obreros (y aquí habría que añadir que muy pocos de los organizadores anarcosindicalistas se salvaron de tal desbandada) así como, en una exigua minoría de países, en un timorato y para nada convencido neutralismo.

2. La primera posguerra vio a las grandes centrales sindicales alineadas con la socialdemocracia de la que, además, constituía – junto con los grupos parlamentarios – una de sus pilastras, quedando vinculados por tanto con el frente en pro de la conservación del status quo: desde el extremo alemán representado por la colaboración con los gobiernos socialdemócratas en la represión de los movimientos proletarios, o desde el americano reflejado en el sabotaje de huelgas y la salvaguardia del orden constituido en función de los intereses de una mano de obra cualificada, hasta el otro extremo (por ejemplo, italiano) caracterizado por un tímido minimalismo y un más o menos larvado acercamiento a las instituciones de la democracia parlamentaria burguesa.

La extraordinaria vitalidad de la clase, la persistencia de una tradición de lucha sindical, la afluencia a las organizaciones tradicionales de imponentes masas, empujadas a actuar bajo la presión inexorable de la crisis posbélica y compuestas principalmente de obreros no cualificados, tuvieron por efecto que el oportunismo – que a través de las cúpulas sindicales jugaba el papel de correa de transmisión de las ideologías y, por tanto, de las prácticas burguesas dentro de las organizaciones obreras – no pudiera impedir a los sindicatos gozar de la intensa vida sindical (e incluso política) de una “base” que en distintos países, habiendo sido encendida por las llamas del Octubre Rojo y por tanto accesible a la propaganda revolucionaria comunista, constituía ya un impetuoso fermento. Así, aun reflejando las tendencias objetivas de la fase imperialista, el oportunismo no logró funcionar, en la misma medida que hoy, como agente directo del enfeudamiento al Estado por parte de las organizaciones sindicales.

La Internacional, reconstruida sobre la base de la restauración integral de la doctrina marxista, no solo pudo por tanto propugnar la necesidad para los comunistas de desarrollar un trabajo revolucionario (sin descartar medios legales e ilegales) incluso entre los “sindicatos más reaccionarios”, sino que logró también no excluir la conquista de los mismos – salvo casos como el de la A.F.L., cuyo cierre se declaró no solo para la propaganda revolucionaria sino también para la gran masa de asalariados –, en aquellos casos específicos donde pudiera o tuviera que efectuarse esa acción de conquista (y en cualquier caso se habría llevado a cabo a través de violentas batallas contra el oportunismo anidado en los vértices y en extensas capas de la “base” de las organizaciones existentes). Al mismo tiempo se daba sin embargo la directiva de apoyar a las organizaciones surgidas como antitéticas respecto de las centrales oficiales bajo la presión del disgusto de los proletarios combativos ante la praxis de los “bonzos” y de la voluntad de combatir en el terreno de la lucha de clases abierta y directa, ayudándolos así a liberarse de sus prejuicios anarcosindicalistas y sin dudar – donde esto se impusiera por razones objetivas – en favorecer a escala general la escisión de los viejos y podridos organismos económicos (cfr. Tesis sobre el movimiento sindical, los consejos de fábrica y la III Internacional, 1920).

3. Una situación particularmente clara bajo este perfil era la que existía en Italia, y hablaremos de ella porque, mejor que cualquier otra en Occidente, nos ayuda a comprender el núcleo de la metamorfosis acaecida más tarde bajo la doble influencia de la victoria del fascismo y de la feroz ola contrarrevolucionaria estalinista.

Las tres organizaciones que a buena razón se declaraban “rojas” – CGL, USL y SF – se enfrentaban a las asociaciones de claro origen patronal conocidas bajo la etiqueta de “amarillas” y “blancas”: habían nacido a iniciativa de partidos o corrientes declaradamente de clase, propugnaban y – en una medida compatible con las tendencias oportunistas de sus distintas direcciones – aplicaban los métodos de lucha de clases y de acción directa contra la patronal, mantenían (y no habrían podido nunca aceptar sacrificarla) su tendencia a la autonomía respecto al poder o a las instituciones del Estado. Tenían, por tanto, tras de sí una tradición que no era una fórmula abstracta o un artículo de estatutos, sino que se encarnaba por un lado en masas organizadas, generalmente muy combativas, y por otro en una estructura articulada en una densa red de Ligas y Cámaras del Trabajo, en las que esas masas hallaban el natural punto de encuentro entre todas las categorías, a menudo el círculo obrero, no raramente la sede del partido, a fin de cuentas un baluarte que excluía al sacerdote no menos que al funcionario del estado o, lo que es lo mismo, al policía. Baluarte que habían de defender a capa y espada del ataque conjunto perpetrado por las fuerzas del orden democrático y de las escuadras fascistas; es decir, existía una tradición real y material que trazaba límites precisos a los oportunistas mismos, tanto del exterior como – a niveles hoy impensables – incluso a los del interior. Abierta a todos los asalariados de cualquier creencia política o religiosa, y por tanto también a la influencia del partido revolucionario marxista, las tres organizaciones eran – e incluso bajo direcciones oportunistas lo seguirían siendo a pesar de las mismas – “sindicatos de clase”.

La verificación de esta naturaleza orgánicamente “roja” viene dada en primer lugar por el hecho de que la clase burguesa, tendente de forma desesperada a agrupar a sus miembros dispersos en un tipo de organismo centralizado y centralizador y a suprimir, como primer paso, la autonomía del movimiento obrero, tuvo que tomar directamente al asalto las sedes sindicales, Ligas y Cámaras del Trabajo para, conquistándolas, destruir la red organizativa tradicional y construirse, a expensas de esa red, una nueva para uso y consumo propios. Y en segundo lugar, dicha verificación viene dada por el hecho de que, en la fase final de los enfrentamientos contra los fascistas, la Izquierda pudo agitar la consigna de la defensa de los sindicatos rojos tradicionales y necesidad de su resurgimiento cuando fueran destruidos, en una posición más bien de abierto sabotaje de los sindicatos corporativos y estatales (cfr. Tesis de Lyon, parte III, §11).1

La prioridad aquí no sería conceder patente de clasismo a los organizadores reformistas de la época, sino “delinear contribuciones de hechos útiles para la comprensión de la evolución del régimen capitalista y de las reacciones ante la misma del movimiento obrero, que en sus formas organizativas y en sus tendencias no puede dejar de sufrir sus repercusiones” (Las escisiones sindicales en Italia, 1949). Se trata asimismo de comprender cómo es que en los años 1921-1923, para el Partido dirigido por la Izquierda, el problema no solo de trabajar en aquellos sindicatos por establecer un lazo con las masas organizadas e influenciadas, sino también de arrancar de los mismos a sus cúpulas oportunistas, (promoviendo a esos efectos la confluencia en la Confederación General del Trabajo de las otras dos centrales autónomas), se resolvieron en un enfrentamiento obvio y natural entre las posiciones de principio y la realidad de las relaciones y los conflictos sociales, así como en las formas a estos correspondientes.

4. Manteniendo firmes las cuestiones de principio, subrayadas incluso con mayor firmeza frente a la descomposición del movimiento no solo comunista, sino obrero en general y en todo el mundo, el Partido ha negado constantemente en la segunda posguerra que la fase abierta para cesar el conflicto pudiera configurarse y ser interpretada como una reproducción mecánica del cuadro social ofrecido por la primera posguerra.

En realidad, durante los veinte años que van de 1926 a 1945, las relaciones de fuerza entre las clases fueron invertidas por la acción conjunta perpetrada por la devastación estalinista y la estabilización del mundo capitalista, incluso allá donde subsistía la hipocresía de la consulta democrática y de las libertades civiles, en sentido totalitario, centralizador, y por decirlo en una palabra, fascista. A pesar de la ruptura en 1914 y de la Union sacrée (Unión Sagrada), la primera guerra mundial y la coalición hacia su frente del oportunismo no pudieron romper, en la mayoría de los países, aquella continuidad programática y táctica encarnada por grupos de oposición que, aun siendo exiguos, estaban por doquier; en esa continuidad el marxismo ha reconocido siempre los presupuestos y, si se quiere, la garantía de la recuperación de la clase incluso después de la derrota más aplastante. El estalinismo, a través de la destrucción incluso física de la Internacional Comunista, así como a través de los frentes populares y del ingreso de la URSS en la Sociedad de Naciones, planteó en cambio la enorme sugestión de una “Rusia socialista” al servicio de la sumisión integral del movimiento obrero organizado, político y sindical a los dictados de la clase imperialista dominante, para acabar a la postre entregando al proletariado, como víctima inerme a uno de los frentes, y lo que es aún peor, como carne de cañón voluntaria al otro, a las ruedas de la masacre imperialista.

Bajo esta terrible devastación, incomparablemente más grave por la tenacidad de efectos ruinosos que cualquier derrota en campo abierto, la evolución del capitalismo en sentido centralizador y disciplinante dio pasos de gigante. Se puede observar toda su extensión solamente si en vez de concentrar la mirada en las manifestaciones más llamativas del fenómeno, ya se llamen fascismo o nazismo, seguimos en cambio su camino por los Estados Unidos de Roosevelt, por la Francia del Frente Popular, en la clásica democracia suiza y en la democracia “socialistizante” de los países escandinavos y de la Inglaterra del welfare más tarde. En todos esos países, la práctica general, de signo exquisitamente totalitario, es aquella que consiste en primer lugar en “atraerse al sindicato obrero hacia los órganos estatales, bajo diversas formas de adoctrinamiento con estructuras jurídicas” (pensemos en la “paz del trabajo” helvética o en la disciplina de las huelgas en Escandinavia, América y más recientemente en Inglaterra) y en segundo lugar, esa práctica general ha consistido en el vaciar al sindicato de una importante parte de sus funciones asistenciales, protectoras y contractuales a favor de adecuados entes estatales, acaso bajo la égida o el escudo de una democracia “progresista” restituida a su “virginidad”, patrocinada por el Kremlin, bajo el lema del antifascismo.

En todos esos países recién mencionados, una larga tradición reformista sobre la que vino entonces a injertarse el estalinismo, convalidándola, permitió el paso indoloro y casi inadvertido hacia las ultimísimas formas de administración centralizada (e incluso de gestión económica directa) del dominio capitalista. No es casual que en los dos países en los que la amenaza de la revolución proletaria en la primera posguerra era más inminente, esto es, Italia y Alemania, se le confió esa tarea al fascismo, en cuyo seno la Izquierda no solo indicó la salida necesaria desde el principio, sino la plena realización histórica del “reformismo social”. El resultado fue casi idéntico en ambos: destrucción de la autonomía – de todo margen de autonomía – del movimiento obrero, incluso allí donde este no había sido físicamente y sangrientamente aplastado, así como la posibilidad para la clase dominante de “conducir y dirigir con los más variados medios no solo los organismos constitucionales democráticos interclasistas, sino también aquellos que según la base asociativa reúnen solo proletarios”, y todo ello gracias su “estrecho control y absorción, por el que todas sus funciones tradicionales técnicas, asociativas, económicas y políticas son ejercidas cada día más por órganos y departamentos del encuadramiento estatal oficial” (cfr. Análisis de los factores objetivos que pesan sobre la recuperación del movimiento obrero, 1950).

Es bajo el signo de la dominación totalitaria de los monstruos estatales victoriosos en la “cruzada antifascista” de la segunda guerra mundial – vencidos en el terreno político y social a causa de estar alineados en perfecta continuidad con el ordenamiento fascista – como “renació” en Italia la Confederación General del Trabajo (CGIL) y se reconstruyeron en la Francia ocupada por el nazismo las tres centrales “históricas”. Nació la central italiana en un terreno desprovisto de tradiciones asociativas de clase gracias al estalinismo, y ampliamente invadido por organizaciones asistenciales y de seguridad social transmitidas por el fascismo, mediante “un compromiso no entre los tres partidos proletarios de masas, que no existen, sino entre tres grupos de jerarquía de camarillas extraproletarias pretendientes a la sucesión del régimen fascista”, con una solución contra la que nuestro partido, entre finales de 1944 y 1945, declaró que debía combatirse “incitando a los trabajadores a derribar ese montaje oportunista de contrarrevolucionarios de profesión”. Nació, por tanto, como proyección en campo sindical del C.N.L., de la nueva alianza contrarrevolucionaria de signo democrático, y como instrumento (que se demostraría muy eficaz posteriormente) de reconstrucción de la economía con el sudor y si es preciso con la sangre de los proletarios. Nacieron las centrales francesas, divididas pero mantenidas bajo el control de las mismas fuerzas asociadas al gobierno y con sus mismos objetivos. Dejó de existir una confederación roja, ni siquiera la hubo bajo dirección reformista; existía una confederación tricolor, tampoco esta realidad – según el Partido – podía ser en Italia modificada por la escisión de 1949 (CGIL, CISL, UIL), realizada por motivos totalmente ajenos a cualquier diferencia de clase, en el marco de los disloques producidos por las alianzas de las guerras imperialistas.

En ausencia de las condiciones mínimas de una autonomía de clase en la organizaciones económicas existentes, se añadieron poco a poco los siguientes factores:

 

  • de una supeditación prácticamente totalitaria del proletariado a las fuerzas del oportunismo, supeditación aún más directa por el peso material de la URSS y sus correspondientes agencias políticas por un lado, y por las fuerzas de ocupación aliadas por otro lado; supeditación que inevitablemente se tradujo en la asunción de la ideología pequeño burguesa o incluso burguesa;

  • de una “relación modificada entre patronal y trabajador asalariado”, por la cual, como consecuencia de las diversas medidas reformistas de asistencia y providencia, este disfrutaba de “una pequeña garantía patrimonial… tiene, por tanto, algo que perder, lo cual… lo hace titubeante e incluso oportunista llegado el momento de la lucha sindical y, aún peor, en el momento de la huelga y de la revuelta” (cfr. Partido revolucionario y acción económica, 1951);

  • de una praxis, que ha venido consolidándose progresivamente aún desde antes del colapso del estalinismo y sus correspondientes telones territoriales e ideológicos, consistente en la coparticipación de los sindicatos en la elección de la política económica de la clase dominante, tanto en el plano de la empresa (¡la Mitbestimmung alemana!), como en el del parlamento y del gobierno, con la consiguiente “sensibilización” de amplios estratos de las masas hacia los problemas y a las exigencias de la “nación”.

De este conjunto de factores, nunca hemos colegido ni nos veremos nunca incitados a proclamar el “aburguesamiento definitivo” de la clase obrera y por tanto, a lo Marcuse, el final de su misión histórica objetiva. Pero es innegable que tal aburguesamiento constituyó y constituye una rémora para la recuperación de la acción incluso económica, por no hablar de la acción revolucionaria, aunque en el futuro puede convertirse en un factor de desequilibrio, dadas las condiciones de una real (y nada ficticia) inseguridad de los proletarios que hayan vuelto al estado de “sin reservas”. Es también por ese motivo por el que el oportunismo aparece hoy mil veces más virulento que en cualquier otra época de la historia de los conflictos sociales: penetra por mil caminos no solo en los estratos relativamente proclives y restringidos de la aristocracia obrera, sino también en el cuerpo mismo de un proletariado “infectado hasta la médula de democratismo pequeñoburgués” (cfr. Consideraciones sobre la actividad orgánica del Partido cuando la situación general es históricamente desfavorable, 1965).

El cuadro mundial del asociacionismo obrero en las cuadro décadas posteriores a la guerra ha sido por lo tanto el de los sindicatos ya sea directamente insertados en los engranajes estatales, como en el bloque capitalista del este, ya sea ligados vitalmente a los mismos por métodos tanto más eficaces cuanto más hipócritamente subterráneos, como en el bloque capitalista del Oeste (nos referimos aquí al epicentro de la escena mundial del imperialismo, el área euroamericana: merecerá un estudio aparte la evolución de los organismos sindicales en los sectores “periféricos” de Asia, África y América Latina). Realidad esta constantemente denunciada en nuestros textos fundamentales y en la cual nada descarta la existencia, primero en una sola parte del mundo y después – una vez deshecho el bloque soviético – prácticamente en todas partes, de centrales plúrimas, por otra parte encauzadas – como en Italia – no solo hacia una “vuelta a la situación del C.N.L.” (de la cual en la práctica nunca se han alejado), sino también hacia la declaración pública de seguir siendo, detrás de cualquier apariencia engañadora, las mismas de entonces: un único bloque contrarrevolucionario, correa de transmisión de ideologías, programas y consignas burguesas.

Especialmente el periodo 1989-1994 se ha caracterizado a) por una creciente implicación de los sindicatos democráticos en la política general del estado, del que, incluso en cuestiones no relacionadas en sentido estricto con la clase obrera, se han convertido en asesores obligados, y al que siempre han apoyado en la praxis de la reglamentación (no casualmente convertida en autoreglamentación) de las huelgas y de respeto de la compatibilidad entre reivindicaciones obreras en temas de salario y de tiempo de trabajo y exigencias “superiores” de la colectividad nacional; b) por la adhesión explícita por parte de las organizaciones sindicales oficiales a la teoría patronal de nuevo cuño (y de impronta “japonesa”) llamada de “calidad total”, con el doble efecto de atar todavía más a los trabajadores a los destinos de la empresa (la empresa privada, la empresa-patria), acrecentando las ya grandes diferencias salariales, aumentando el abanico de salarios por categorías según criterios de profesionalidad, meritocracia y eficiencia. El hecho de que los sindicatos actuales estén compuestos en su base por asalariados – lo que nos impone, respecto a ellos, tareas precisas de penetración con estrictos fines de batalla clasista entre las grandes masas – no impide que representen cada vez más, para los trabajadores, una prisión, y como tales sean inequívocamente denunciados.

5. El proceso – lo decíamos en 1949 y lo repetimos hoy – es irreversible, como igualmente lo es la evolución en sentido centralizador y totalitario, en economía y en política, del capitalismo imperialista, y nos proporciona “la clave del desarrollo sindical en todos los grandes países capitalistas”. Es, sin embargo, una certeza científica nuestra el carácter reversible del proceso que desde hace más de 50 años separa a la clase de su Partido, haciendo parecer el comunismo como algo inverosímil o incluso imposible; es una certeza científica nuestra que si “el ininterrumpido proceder social de la sujeción del sindicato al Estado burgués” está inscrito en la dinámica de las determinaciones objetivas de la fase imperialista del capitalismo, también están inscritos en la misma el estallido de la crisis económica y la erupción de la recuperación de la lucha de clases, por lejana que hoy aparezca.

La auténtica, duradera y fundamental conquista de semejante reinicio de la lucha de clases será el retorno a la escena histórica, como factor agente, de la organización severamente seleccionada y centralizada del partido; pero la misma estará acompañada necesariamente del renacimiento de organizaciones de masa, intermediarias entre la amplia base de la clase y su órgano político. Estas organizaciones pueden también no ser sindicatos – y no lo serán en la perspectiva de un brusco cambio en el sentido del asalto revolucionario –, como tampoco fueron ellos, sino los soviets, en una situación de virtual dualismo del poder, el lazo de conjunción entre partido y clase en la Revolución Rusa. Sin embargo, todo hace prever que, en países no invadidos inmediatamente por la llamarada revolucionaria, sino en fase de dificultosa maduración, renazcan organismos económicos en sentido estricto, en los cuales no reinará ciertamente la tranquilidad aparente del denominado y para siempre difunto periodo “idílico” o “democrático” del capitalismo, sino que brillará, mucho más que en la primera posguerra, la alta tensión política de los grandes acontecimientos históricos, donde las agudizaciones de los antagonismos económicos y sociales se refleja en la apertura de profundas heridas en el seno de la clase explotada y en la exasperación de las luchas entre su vanguardia y las retaguardias remisas e indecisas.

El problema no estriba en cualquier caso en las formas (cfr. nota en p.5) que asumirá la recuperación de la lucha de clases y en los modos en que esta tenderá a organizarse, sino más bien en el proceso que tales formas y tales modos generará, y cuya dinámica será tanto más tumultuosa y pródiga en desarrollos, cuantas más contradicciones y paroxismos propios del modo de producción burguesa haya acumulado la evolución de la fase terminal del imperialismo. En la cumbre de este proceso, si se consigue que concluya para el proletariado con la toma del poder y con la instauración de la dictadura revolucionaria, no solo no desaparecerá la forma-sindicato, sino que más bien tendrá que resurgir (en caso de que hubiera quedado oscurecida por otros organismos intermedios más apropiados a las exigencias de la lucha revolucionaria), pero, por primera vez en la historia del movimiento obrero verá realizarse en su trama uno de los vitales anillos de soldadura entre la clase central y totalmente organizada y el Partido Comunista, en la titánica lucha que en un recorrido ni fácil ni breve ni, mucho menos, “tranquilo” procederá desde capitalismo – políticamente derrotado, pero superviviente en la inercia de las formas mercantiles que no extirpables de un día para otro – hasta el comunismo inferior.

Por todas estas razones de principio esculpidas en nuestros textos fundamentales, y en apoyo de esta perspectiva asimismo inseparable de los goznes del marxismo, es muy cierto que en las formas de asociación económica hoy existentes no hay nada que defender, como es muy cierto que tenemos que proclamar, contraponiéndonos a las mismas, el principio permanente del asociacionismo obrero y las condiciones de su reafirmarse en la lucha de clases, de la que las asociaciones intermedias son ciertamente un producto pero también un factor.

 

III – Orientaciones de acción práctica

 

1. La paradoja del ciclo histórico actual – paradoja solo aparente, dada la presencia de factores ya descritos – es que, frente a la acumulación de contradicciones y daños del modo de producción mundial capitalista, la clase obrera se ha precipitado en un nivel aún más bajo que el contemplado en el ¿Qué hacer? de Lenin. Allí se trataba de importar a sus filas la conciencia política, el socialismo; aquí se trata de la dura y difícil tarea de saldar la intervención política del partido comunista revolucionario a una acción económica que, frustrada en su misma espontaneidad por el peso aplastante del oportunismo, no consigue, salvo en casos excepcionales, despojarse de un persistente carácter esporádico, corporativo, sectorial, y casi se diría del tipo “contestatario”.

El Partido no puede ciertamente suscitar la lucha de clase; es sin embargo su deber reivindicar constantemente, en las batallas económicas aunque sean eventuales y parciales, los presupuestos elementales e indispensables de su fortalecimiento y de su intensificación y extensión, agitando consignas y propugnando métodos de orientación general que apunten hacia la organización de los proletarios de todas las empresas, categoría, localidad; extensión de las huelgas en el espacio y en el tiempo, denuncia de sus limitaciones o peor aún, de sus auto-reglamentaciones; reivindicaciones de aumentos salariales mayores para aquellas categorías peor retribuidas, reducción masiva del tiempo de trabajo, abolición de las horas extras, de los premios, de los incentivos, de los destajos; salario íntegro para los parados, despedidos, inmigrantes, etc.; denunciando la obra saboteadora y disgregadora de los sindicatos que no por casualidad rechazan tales reivindicaciones. No por ello el Partido ha de renunciar a la intervención de sus grupos sindicales y de fábrica en las luchas locales, empresariales y fragmentarias, con fines reducidos o reivindicaciones menores, por un lado y, en el otro extremo, a la difusión y propaganda de los objetivos transitorios y finales del movimiento proletario. Es más, puede incluso inferir de los hechos la renovada confirmación de que es imposible para la clase obrera – aun en caso de que una lucha económica vigorosamente impuesta le garantizara un alivio temporal de las formas más duras de usura capitalista – poder emanciparse de su condición de explotación y dominio antes de haber conseguido tales objetivos, y asimismo la necesitad para estos fines de la presencia del partido, así como, para el desarrollo coordinado de las luchas económicas, de una red intermedia de organismos de clase influenciados por ese mismo partido.

2. El Partido debe tener una conciencia clara – y la valentía de proclamarlo – de que la vuelta al camino proletario de clase, en la salida del abismo de la contrarrevolución, pasará necesariamente a través de experiencias dolorosas, bruscos contragolpes, amargas desilusiones, a través de tentativas confusas de sacudirse del peso aplastante de más de sesenta años de infame praxis oportunista. No solo no puede condenar episodios de huelga salvaje, de constitución de comités huelguistas o “de base”, etc., – fenómenos, por otra parte, todos ellos recurrentes a lo largo de la historia del movimiento obrero con independencia de los nombres –, ni podrá desinteresarse por el hecho de que no se adapten al esquema armónico de una batalla organizada centralmente y extendida a todos los frentes. Antes bien, reconociendo el síntoma de una instintiva reacción proletaria al estado de impotencia al que los sindicatos reducen las luchas y reivindicaciones, deberán extraerse motivaciones para inculcar en una capa de explotados, por estrecha que sea, la conciencia de cómo sus esfuerzos, aun generosos, están condenados a quedar estériles si la clase no encuentra en sí la fuerza de provocar y conseguir una inversión completa del camino político hacia el ataque directo y general al poder capitalista. No fue distinta la actitud, en 1920, de nuestra Fracción Abstencionista frente a episodios como la ocupación de las fábricas o la convocatoria de huelgas a amplia escala en abierto enfrentamiento con la dirección confederal; episodios considerados estériles a efectos de los objetivos económicos perseguidos, pero fértiles de enseñanzas políticas bajo la incesante acción del Partido.

Del mismo modo (y con las reservas impuestas por la permanente debilidad de la crisis capitalista, que reduce nuestras reales posibilidades de influencia casi a lo episódico e irrelevante), los militantes obreros del Partido no se sustraerían a las responsabilidades de dirección en comités u órganos provisionales, para que no sean estos instrumentalizados en nuestra ausencia por fuerzas políticas extrañas a la tradición de clase; pare que, luego, expresen una combatividad obrera efectiva. Esos mismos militantes no omitirán, sin embargo, ninguna ocasión para destacar tanto la necesidad de superar el cerrado círculo de la localidad o de la empresa como la de utilizar la energía de clase para el reforzamiento del partido revolucionario y para el resurgimiento, solo posible en combinación con una vigorosa recuperación proletaria, de organismos intermedios generales de clase, sin caer nunca en el error de teorizar (o admitir que se teoricen) sobre estos u otros análogos órganos locales o provisionales considerándolos como modelos de la futura asociación económica, o intermedia en general.

3. En conclusión, y dadas las circunstancias, es decir, perdurando el predominio aplastante del oportunismo, nuestra posición en materia de acción económica y por tanto sindical no puede ser, como no lo ha sido nunca, ni tan veleidosa como para predicar el abandono en masa de los sindicatos oficiales por parte de los trabajadores, o la deserción (salvo casos especiales) por parte de nuestros militantes de aquellos, ni tan derrotista como para sostener que no tengan materialmente razón de ser y que no puedan así abrir un fértil campo intervencionista de clase en los órganos de defensa inmediata surgidos desde fuera y contra los mismos, y que expresan el malestar e incluso el rechazo de la praxis (hoy ya consolidada) del oportunismo en organizaciones sindicales reconocidas por el estado burgués y colaboracionistas con este en diversas formas.

Nuestra consigna, en absoluto en contradicción con el rechazo global del oportunismo sindical impelido hasta la colaboración directa con el enemigo, queda consecuentemente condensada en los términos repetidos por nuestra propaganda: “acción fuera y dentro de los sindicatos existentes por la defensa de los métodos de lucha de clases y para la construcción, en perspectiva, del sindicato rojo”.

4. Discutiendo sobre la oportunidad o no de que los militantes se adhieran a este o aquel sindicato oficial – acción no entendida más que a efectos de abrir todo posible resquicio para nuestra actividad y propaganda en las final de los obreros organizados –, las Tesis de 1972, de las cuales hemos reproducido hasta ahora casi literalmente el texto, proclamaban en el punto 3 de la III Sección:

En Italia y en Francia, donde existen sindicatos plurales, el lugar de nuestros grupos y militantes está en la CGIL y en la CGT, no porque el Partido los considere ‘de clase’, sino porque no solo agrupan el mayor número de obreros… sino que constituyen además el campo específico de acción del peor y principal agente de la burguesía en el seno del movimiento obrero, el del archioportunismo estalinista que, luna vez ultimada su obra de sangrienta devastación del movimiento obrero, se erige en pilar de la conservación social, adoptando y practicando principios dignos de la mussoliniana Carta del Lavoro y de la encíclica papal Rerum Novarum, esto es, un archioportunismo a cuyos programas y métodos, camuflados bajo una etiqueta no desacreditada del todo, solo nosotros estamos en condiciones de oponer polémicamente la tradición de clase de las antiguas confederaciones sindicales unitarias, es decir, un pasado de clase, aunque sea remoto, que otras centrales no proclaman ni pueden proclamar, por ser de confesado origen patronal”.

La ulterior evolución a escala mundial de los sindicatos de afiliación estalinista ha privado en gran parte de su base histórica a estas indicaciones que, a efectos de las acciones específicamente sindicales del Partido, privilegiaba a la CGIL o a la CGT y en cierto modo convertía en deber de partido la adhesión, aun crítica, de nuestros militantes a las mismas. De hecho, el prestigio de la CGIL (y de la CGT) en el campo obrero ha ido reduciéndose progresivamente, con la consiguiente disminución de sus efectivos. A la vez que ha desaparecido de la escena política la variante específicamente estalinista del oportunismo, cediendo el paso a una variante ni siquiera muy original del legalismo socialdemócrata y provocando, de rebote, la constitución de organizaciones obreras “alternativas” de las que conocemos muy bien los límites, pero cuyas presencia y potencialidades positivas debemos tener en cuenta a la hora de evaluar las oportunidades de desarrollar una actividad no discontinua. En cualquier caso, está el hecho de que, una vez disuelto el estalinismo como fuerza política real, la CGIL y la CGT no solo han conservado hasta ahora una amplia audiencia proletaria, sino que han dejado de ser el bloque monolítico de las décadas anteriores, de forma que se ha podido asistir al nacimiento en su seno de corrientes de “oposición” cuya única perspectiva es mantener ligadas a la organización en cuanto tal a los sectores más rebeldes a la política de la dirigencia, usando como ardid el señuelo de una mayor democracia interna. Hecho que nos dicta una labor de obligado cumplimiento incluso internamente: se trata para nosotros (los únicos que, al poseer las armas necesarias, podemos asumir dicha tarea) de desenmascarar su función de diques creados para contener el descontento obrero.

Como siempre, la directiva de adherirse a un sindicato en vez de a otro no obedece en ningún caso a criterios que no sean los de la evaluación objetiva de la posibilidad – consentida explícitamente en sus estatutos o simplemente tolerada – de agitar entre sus filas el programa del Partido y de reunir a su alrededor un círculo –p or estrecho que sea – que concentre a proletarios listos para colaborar y apoyarnos, sin excluir las ocasiones de tomar la palabra en asambleas y reuniones, oficiales y no, aun en el caso de que nuestros militantes se vieran, siguiendo determinados reglamentos, excluidos a causa, por ejemplo, de no haber firmado un poder (delega) 2, o por otras motivaciones.

Está claro que hoy las intervenciones de ese tipo pueden suceder solo en la periferia de las organizaciones oficiales y allá donde las relaciones de fuerza permitan desarrollar localmente y de modo rentable una acción de crítica y orientación general. Igualmente claro debe ser que, en el caso de intervenir, nuestros compañeros tienen que dar a su intervención el carácter no de una exposición desde el punto de vista de una “fracción sindical”, como sucedía durante la primera posguerra (pues suponía al menos el reconocimiento de un residuo de su esencia de clase dentro de la CGIL o en otro sindicato oficial que pretendiera sustituirla), sino el carácter de la exposición del punto de vista de una fuerza o corriente real del movimiento obrero; tales intervenciones tampoco deberán dar lugar al equívoco de que están destinadas al objetivo último de la “conquista” de una organización definitivamente podrida.

5. Un banco de pruebas útil para la soldadura entre acción política y acción sindical en sentido estricto puede venir dado, como ya ha sucedido en Italia, por funciones en las que nuestros militantes hayan sido elegidos directamente por los obreros, como la función de delegado de departamento u otras similares. A pesar del peligro – al que por otra parte está expuesta toda actividad sindical – de dejarse aprisionar en una práctica puramente minimalista y corporativa, tales funciones, cuando son asumidas sobre la base de relaciones de fuerza favorables, pueden constituir uno de esos casos previstos en las “Tesis Definitorias”, en los que, “no estando excluida la última posibilidad virtual y estatutaria de actividad autónoma de clase”, nuestra penetración en un organismo económico aunque sea periférico es deseable en el marco de un planteamiento programático y políticamente riguroso que promueva frecuentes asambleas obreras, iniciativas de lucha extendida y a ultranza, formas de proselitismo aun de tipo individual, tomas de posición abiertas contra las prácticas de comisiones mixtas o de cursos de estudio sobre los tiempos de trabajo y otras maniobras patronales avaladas por los sindicatos tricolor”; casos en los que cuando el aparato sindical inflija a los delegados “rebeldes” el previsible destino de una expulsión ex officio, no han de aceptar nunca sufrirla pasivamente, sino que tienen que apelar contra la misma a la única “autoridad” frente a la cual nuestros militantes pueden considerarse responsables: los proletarios que los han designado y cuyos intereses han defendido y estarán en toda circunstancia decididos a defender.

6. Como ya se ha mencionado, lanzar la consigna de salir en masa de los sindicatos oficiales – como se gustan de hacer grupos y grupitos de la falsa izquierda – sería hoy veleidoso. Semejante decisión supondría un alto grado de desarrollo de las luchas de clase y por tanto, presupondría manifestaciones generalizadas no solo de resistencia ante el oportunismo dominante, sino de enfrentamiento abierto y cotidiano con aquellos aparatos cuyo papel de agente del capital y de su Estado haya quedado claro entre las filas proletarias. Sin embargo, que las condiciones objetivas de una ruptura abierta y radical vayan madurando poco a poco, queda demostrado tanto negativamente a causa de la hemorragia de obreros (de entre los más combativos) que padecen las organizaciones oficiales sindicales y que intentan en vano taponar, como positivamente con la constitución – ya mencionada en el punto 2 – de comités obreros de rama o de empresa, fuera e incluso a menudo claramente contra las grandes confederaciones: ejemplos típicos, pero no únicos, son el de los Cobas en Italia y el de las Coordinations en Francia.

Decimos positivamente, no porque no conozcamos los límites (de los que hablaremos ahora) de tales organismos ni tampoco porque los elevemos a modelos ideales de organismos inmediatos de defensa obrera como han venido haciendo otros grupos, bien por haber quedado deslumbrados ante su carácter democrático y su naturaleza de organismos de “base”, o bien por haber visto en ellos la posibilidad de trazar un bosquejo o incluso el embrión del futuro “sindicato rojo”, como era costumbre llamarlo en la primera posguerra para oponerlo al “sindicato tricolor”. No son esos los motivos de ver un modo positivo, sino que habría dos consideraciones completamente realistas: a) que en el hecho mismo de su constitución se exprese una tendencia real, material y objetiva a sacudirse de encima el yugo que supone la sujeción a organismos obedientes y dóciles ante las órdenes de la clase dominante o que han pasado directamente a su servicio; b) como enseña la experiencia ya adquirida en algunos de esos organismos por nuestros militantes, en su seno se puede desarrollar una acción coherente y rigurosa de crítica y sobre todo de orientación de clase, con resultados que, si no son analizados exclusivamente con el simple parámetro de las circunstancias, pueden resultar fecundos.

Es mérito suyo, de forma indiscutible, la resistencia opuesta a las diversas formas de reglamentación huelguista y la acción unificadora desarrollada en el seno de las categorías correspondientes, tanto por los métodos de acción adoptados, como por las reivindicaciones planteadas y por el vigor con que han sido apoyadas en defensa de los trabajadores. Sus límites – por lo demás explicables dada la situación económica y social en la que aún nos movemos y vista la persistencia de ideologías ampliamente difundidas en los ambientes de la “izquierda” genérica – residen, por un lado, en la tendencia a encerrarse en el caparazón del propio sector en vez de unirse a otros que también estén en lucha, para soldar las propias reivindicaciones a las más generales de toda la clase, y por el otro en un democratismo de fondo que, o bien hace titubear a su dirigencia a la hora de tomar decisiones comprometedoras antes de haberse asegurado el consenso debidamente solicitado por la base, o bien los empuja a tomar decisiones centrales (o a insistir en su ejecución) aun cuando son manifiestamente contraproducentes, en la presunción de que serán compartidas por la gran mayoría de los afiliados: en el primer caso, retrasando el proceso que tiende a reconstituir sindicatos nacionales unitarios abiertos a todos los obreros y, en el segundo, oscilando entre el seguidismo y la inacción.

La batalla, obviamente minoritaria, que algunos de nuestros compañeros han llevado en los Cobas, en sus categoría, sectores y en sus órganos directivos, ha estado siempre orientada a desarrollar una acción de crítica militante contra esta “enfermedad infantil” 3 y, si no ha sido ni podía ser capaz de modificar la orientación general de la organización a la cual pertenecían, sí ha permitido condensar en torno a nuestras posiciones un núcleo de proletarios combativos de distinto origen político. En cualquier caso – y siempre sin excluir otras formas y vías de acción económica –, se abre aquí un campo susceptible de proporcionarnos excelentes experiencias. Por lo menos hasta ahora, aquí se puede sembrar más que en otros lugares, y en especial, más que en las organizaciones tradicionales.

La crisis general en la que está situado el capitalismo y que está alcanzando niveles excepcionales podrá acelerar el proceso de reorientación de la clase, bajo el impulso de tensiones sociales cada vez más agudas, en la dirección del programa de lucha, inmediata y final, cuyos portavoces son los comunistas revolucionarios. En este proceso – el único que puede decidir también sobre el destino de los viejos sindicatos – sabemos que debemos y podemos dar una contribución decisiva en el sentido de una dirección precisa y coherente de las luchas, más allá de la crítica a las fuerzas políticas que lo desvían hacía salidas democráticas o falsamente “extremistas”, sin perder nunca el hilo de una orientación basada no solamente sobre fundamentos teóricos precisos, sino también en un bagaje de experiencia más que secular.

Condición previa al desarrollo ordenado, serio y penetrante de estas formas de actividad práctica, es que nuestra prensa – cuya función de organizador colectivo para la clase y para los militantes debe ser subrayada, como en ¿Qué hacer? – exprese de manera regular y de forma cada vez más aguda los puntos de principio enumerados en la primera parte, confirmados y destacados en textos fundamentales como Partido de clase y acción económica (1922); denuncie el carácter no solamente irrisorio – aun a efectos exclusivamente económicos – sino también contrarrevolucionario de las formas de lucha practicadas y de los objetivos perseguidos por las centrales existentes; muestre los límites de la acción reivindicativa y la necesidad de superarla en la lucha general política; combata las tendencias corporativistas, localistas y empresariales siempre latentes en las filas proletarias; estigmatice la obscena praxis – animada por el oportunismo – de implorar en pro de las reivindicaciones obreras una “paternal” intervención del Estado o de la opinión pública debidamente “sensibilizada”; proclame la imposibilidad de un sindicalismo políticamente “neutro”; propugne el nacimiento de organizaciones de clase abiertas a la influencia decisiva del Partido revolucionario, y susceptibles de ser conquistadas; subraye con fuerza la importancia de la unificación internacional de las luchas y de las organizaciones económicas y, más generalmente, en una fase posterior, de todas las organizaciones intermedias; y finalmente, recordando a los obreros los grandes avances de su movimiento de clase, sus gloriosas victorias y sus derrotas preñadas de enseñanzas, siga con la máxima atención el evolucionar de las luchas de clase en el mundo, subordinando estrechamente su batalla y sus directrices en ese campo a las posiciones programáticas generales y de principio del Partido.

 

Aparecido en el número 6/1992 de “Il programma comunista

 

1 No por casualidad un texto nuestro fundamental, recordando cómo en la perspectiva revolucionaria es “indispensable orgánicamente disponer entre las masas de los proletarios y la minoría encuadrada en el partido otra capa de organizaciones constitucionalmente accesibles solo a los obreros”, escribe que las líneas generales de tal perspectiva no excluyen la posibilidad de las “coyunturas más diversas en las modificaciones, disoluciones y reconstrucciones de asociaciones de tipo sindical que hoy se nos presentan en distintos países” (Partido revolucionario y acción económica, 1951).

2 Delega es el término italiano utilizado para aceptar el cobro de la cuota sindical deduciéndolo de la nómina; delega es también un poder o acto que una persona puede firmar para ceder la facultad a otra persona de representarla y votar o ejecutar algo en lugar suyo.

3 El virus democrático alcanza el paroxismo en los Cub y otros organismos “autoconvocados”, “autogestionados”, etc., que ven la garantía de naturaleza de clase que tendrían las decisiones de acción no en su adecuación a un programa general de clase, sino en la consulta permanente de la base. Introducid la “democracia interna” con mandatos siempre revocables de los dirigentes, y tendréis automáticamente el sindicato (o como lo queráis llamar) de clase, esto es, ¡que responde a los intereses generales y permanentes de los trabajadores!

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