Por el derrotismo revolucionario


La masacre sin fin de las masas palestinas proletarias y proletarizadas, el caos sin salida en Libia, en Siria, en Irak, en Ucrania, la absoluta inestabilidad en Afganistán, Pakistán y áreas cruciales en África central, las decenas de millares de muertos en todos los lugares, los centenares de miles de prófugos rumbo a la nada, las destrucciones y devastaciones: no cesan de multiplicarse, de extenderse, los focos bélicos, bajo la presión de una crisis económica mundial que impone un nuevo diseño de las geografías políticas y sociales resultantes de las dos guerras mundiales del siglo XX. No es el surgimiento esporádico, aquí o allá, de conflictos locales: estamos en presencia de un punto sin retorno en el interior de una escalada que tiene como salida necesaria, desde el punto de vista de las exigencias del capital, una nueva matanza mundial.

En Versalles en 1919 y en Yalta y Potsdam en 1945, con arrogantes tratados de tapadera, garabateados a escondidas, el mundo se “estructuró” para uso y consumo de los imperialismos vencedores. De la disolución del Imperio Otomano, de la división de Europa en bloques capitalistas con funciones abiertamente antiproletarias, de la necesidad de controlar áreas claves como Oriente Medio, nacieron “Estados ficticios”, redes de la burguesía que, nacidas de la implantación del capitalismo en estas áreas como fruto de la penetración colonial primero e imperialistas posteriormente, no tenían sin embargo (y mucho menos tienen hoy) nada que ver con las burguesías que en el XVIII y el XIX llevaron al nacimiento de los Estados nacionales, y tampoco con aquellas que, hasta la mitad de los años 70 del pasado siglo, apoyaron movimientos independentistas y anticoloniales (Argelia, Vietnam, Angola…). Son burguesías parasitarias de nacimiento, surgidas de la putrefacción típica del imperialismo y sostenidas por éste (en sus articulaciones pseudo-nacionales). Son Estados y “Estadillos” fundados sobre los beneficios petrolíferos y por tanto prestos a venderse al mejor postor; laicos o religiosos según la necesidad y conveniencias del momento; frágiles y provisionales en su estructura y en sus alianzas, pero siempre fuertes y solidarios en la extracción de plusvalía a los proletarios de cualquier lugar, y despiadados en el control de cualquier señal de autonomía y en la represión de todo intento de revuelta.

Ahora, aquellas “estructuras” tejidas más o menos eficazmente durante decenios y decenios han saltado, acompañadas de la apertura de profundas fallas y los subsiguientes terremotos políticos y sociales, como efecto de la crisis económica mundial, de la sobreproducción de mercancías y de capitales, de la interrupción del mecanismo de acumulación. A la apertura de esas fallas han acompañado grandes movimientos proletarios (Túnez, Egipto), rápidamente encauzados en las vías sin salida de reivindicaciones democráticas y nacionales de las clases medias, emergentes desde hace tiempo pero ya golpeadas por un proceso imparable de proletarización. Y al bagaje deteriorado y ahora antihistórico de las reivindicaciones democrático-nacionales se añade, como potentísimo instrumento de control y válvula de escape de la rabia y la frustración, la ideología religiosa en todas sus formas, desde las más sutiles y moderadas a aquellas más fanáticas y “extremistas”.

Quien ha pagado la cuenta de todo esto, aunque en su gran mayoría no ha sido consciente, ha sido el proletariado, tanto aquel proletariado local golpeado de forma inmediata por la explosión de todos estos “equilibrios” (inestables, como todo en el mundo del capital: “todo aquello que es sólido se disuelve en el aire”, Manifiesto del Partido Comunista, 1848), como el proletariado de las viejas metrópolis imperialistas, todavía paralizado por las drogas materiales de una posguerra marcada por la expansión y el boom, por las ilusiones progresistas y por la retórica democrática y pacifista, por la práctica de partidos y sindicatos abiertamente traidores. Y, a medida que las ondas sísmicas desencadenadas por esos terremotos profundos se difunden como en un estanque, ese proletariado se muestra incapaz de actuar, atemorizado, hipnotizado y paralizado como el ratón ante la serpiente que lo amenaza. O, si reacciona, lo hace dejándose enredar en las demagogias nacionalistas o localistas, en las tentaciones racistas o chovinistas, o en las charlatanerías religiosas de cualquier tipo u origen.

Los comunistas trabajamos desde siempre contra corriente, y desde siempre la teoría y la experiencia práctica nos han enseñado que “las ideas de la clase dominante son en cada época las ideas dominantes”. Pero la teoría y la experiencia práctica nos han enseñado también que la realidad cambia continuamente bajo la acción conjunta de los hechos materiales y nuestra intervención en los mismos, por minoritaria e irrelevante que pueda parecer por períodos prolongadísimos. Por teoría y experiencia práctica, sabemos que el capital no conoce otra solución drástica a sus crisis, cuando llegan a un nivel alarmante y a un punto sin retorno, que la guerra, la “destrucción regeneradora” (como la llaman los ideólogos burgueses) del sobrante producido en decenios de extracción de plusvalía. Y que las masas proletarias, poco a poco privadas de toda “garantía”, de toda “reserva”, de toda esperanza de plácida supervivencia, estarán obligadas a mirar de frente la realidad y a salir de la hipnosis y de la parálisis. En ese punto, sin embargo, deberán encontrar su partido, con capacidad para enfrentarse en la teoría y en la práctica no sólo a la ideología dominante (democrática y fascista, laica y religiosa, pacifista y belicista, progresista y nacionalista), sino a todas las fuerzas materiales que desde siempre oprimen al proletariado, las fuerzas sociales, políticas y sindicales que lo han maniatado, al Estado y a sus brazos legales e ilegales, gracias a las cuales el capital se ha mantenido en el poder y ha podido continuar sin problemas durante tantos decenios extrayendo plusvalía de la fatiga cotidiana de enormes masas de proletarios y proletarias.

A esas masas proletarias les decimos, perfectamente conscientes de ser oídos por pocos, pero conscientes también de desarrollar plenamente nuestro deber de revolucionarios, que la única perspectiva en la cual trabajar desde ahora en sus varias articulaciones y aplicaciones, a fin de impedir una nueva matanza mundial de dimensiones aun mas espantosas que las dos que la han precedido, está en el derrotismo revolucionario; tomando partido por el total y férreo rechazo a alinearse en este o aquel frente imperialista, destinados inevitablemente a enfrentarse; la única perspectiva está en organizarse en total autonomía del Estado, de los partidos y sindicatos oportunistas, para defender las propias condiciones de vida y de trabajo; está en volver a apropiarse de las armas teóricas y prácticas que desde siempre han distinguido a la clase explotada, en su guerrilla cotidiana contra el capital. Pero sobre todo está, como única perspectiva, en recuperar la comprensión de la enorme urgencia de la restauración e implantación mundial del partido revolucionario, de nuestro partido, del partido comunista internacional.

Fuera de esta perspectiva solo habrá infinitos daños, y sufrimientos nunca vistos.

Partido Comunista Internacional (il programma comunista)